miércoles, 10 de julio de 2019

Gritos

Imagen de Niek Verlaan en Pixabay


Ante el estridente grito de Amanda, Róbinson tuvo que taparle la boca, mientras la joven mujer pretendía liberarse sus manos apenas mediante el tembloroso retorcimiento de su cuerpecillo asustado.

Él, en su extrema fuerza, implacablemente utilizada para someter a Amanda, pudo sentir en aquel grito la absoluta verdad de la muchacha, su confesión de terror, cual niña abandonada ante las mismísimas fronteras del olvido. Ella quería conocer lo que la vida le depararía después de ese día a sus escasos diecinueve años, pero ahora veía palpable la real posibilidad de ver frustrada su esperanza. Nunca sería una vieja sentada en su silla mecedora a la espera de su muerte, mientras sus nietos revoloteaban ruidosos a su alrededor, sin pensar ellos en aquella horrible imagen del fin propio. Ella, en cambio, añoraría ese fin, porque su vida ya habría cumplido sus expectativas y no habría nada más que esperar de ella o las habría frustrado repetida y dolorosamente y ahora, de repente, la existencia y sus constantes desengaños le había parecido demasiado larga.

Róbinson pudo sentir en las trémulas carnes de la recién mujer el pánico de ese momento, casi leyendo sus pensamientos, y aunque por su boca tapada Amanda no podía decir nada, él escuchó en su cabeza aquella idea que ella le trasmitía en ese momento de súbito poder telepático. Era la misma ya muy conocida frase: «¡Por favor, no me mates!».

Él entendió en seguida el mensaje, pero antes de decidir el futuro de la rea, una vez más inmortalizaría ese momento en su memoria. Ese… ese momento, que a pesar de haber sido momentos diferentes, que a pesar de haber sido mujeres diferentes cada vez, siempre parecía ser el mismo, y parecía el mismo porque, efectivamente, era el mismo todas las veces: ese momento en el que esas mujeres ya no podían hablar más, ese momento en el que temblaban de terror, ese momento en el que sus respiraciones suplicaban por ellas, ese en el que las lágrimas corrían libres por las mejillas y luego por las manos de él que tapaban fuertemente sus bocas, ese momento de la inútil refriega en la que las desprovistas mujeres luchaban contra la muy superior mole de Róbinson. Ahora ella, Amanda, una vez más iba a protagonizar ese momento para el deleite y la pena de él.

El olor de Amanda era ese vaho ligero y artificial propio de quien acaba de salir de la ducha, desprovisto de naturaleza y plagado de esencias siniestras y superficiales de grasas olorosas, perfumes extravagantes y jabones pretenciosos. Ese olor que Róbinson tanto adoraba, que lo excitaba y que lo convertía en aquel maldito animal que tanto odiaba ser. Ese, que mataba a mujeres indefensas cuando salían de la ducha sin haberse dado cuenta de la acechanza maligna de su mirada intrusa. Era uno olor lleno de gracia, de belleza, de artificialidad industrializada, de perfumes caros traídos de alguna exótica fábrica de galantería donde se experimentaba con grasas muertas y mezclas de extrañas y recias esencias de flores destrozadas, martirizadas y victimizadas, como las mujeres de Róbinson. Un olor ligero a alcohol ensalzaba, sin embargo, las potencias penetrantes de los aromas, que llegaban delicados a la nariz del asesino y de repente se convertían en esclavizadores de sus nervios, por lo que hacían sentir en su cerebro los gritos intensos y constantes de las flores muertas encerradas en los jabones. Era ese olor a rosas, jardín de cofradías secretas que ocultaba en sus aromas los deformes restos de los pétalos pulverizados de las flores. Ese olor que había quedado impregnado en la piel de Amanda y que ocultaba su verdadera esencia hedionda y viva, lejana a la fragancia floral y cercana más a la mujer sexual y llena de feromonas que luchaba por lograr la asepsia de estas esencias desagradables e inmanentes a su naturaleza puramente mortal. El olor del jabón penetró con fuerza los orificios nasales de Róbinson, quien los aspiró con profundo placer y sintió como llegaban hasta lo más hondo de sí, hasta el centro mismo de su espíritu destructor y acomplejado. En ellos se deleitó y por ellos quiso creer que ya no era ese verdugo maldito y odiado del que tanto se avergonzaba.

Ante un olor como ese, pensó: «¿Acaso no podría ser yo el hombre de esta mujer, ese que aspira sin culpa su olor maravilloso y al que ella deja tocar su piel limpia y relajada sin mostrar rechazo, miedo o asco, sino, al contrario, ante el que se muestra llena de amor, desesperado deseo y lujuria?». Pero en su mente retorcida, él sabía muy bien que no era ese hombre. El olor, si bien lo seducía, a la vez le recordaba que una mujer como Amanda, limpia y grácil, nunca podría ser para alguien como él.
Se sentía atrapado, además, por las otras fragancias que emanaban del cabello de Amanda, provenientes del champú, origen de deliciosos perfumes, esta vez frutales, que le recordaban los dulces sabores de la tierra convertida en vida. Esos manjares de delicias innúmeras que ahora las mujeres llevaban siempre en sus cabezas y sus pieles, esos olores que las hacían deseables, apetitosas y comestibles para los hombres que querían tener de ellas las manzanas, peras y mangos en sus bocas, disfrutando de los sabores pegajosos y azucarados de las tiernas frutas que ahora se convertían en hebras negras, largas y suaves pegadas a las cabezas de esas mujeres, como Amanda. Róbinson olió aquel cabello lentamente… profundamente. Extasiado en medio de esos ilusorios banquetes frutales, se imaginó acariciando la cabeza de la muchacha tiernamente mientras ella sonreía por su halago, mirándolo con ojos brillantes, llenos de deseos lujuriosos, a la vez que pronunciaba tiernas y fabulosas palabras. «Te amo», le decía.

Al decir aquello, Amanda cumplía el sueño atesorado secretamente por Róbinson de una mujer que, sumisa a sus portentos, le amase profundamente al someterse a su violencia inmanente.
En medio de un campo cítrico, lleno de naranjas, toronjas rosadas, mandarinas y limones, todas brindando sus ácidos y dulces jugos, Amanda le iba a conferir a aquel hombre el sabor tan deseado de aquellos deliciosos labios sobre su boca después de haberle confesado aquel amor. Pero entonces, percatándose del destello de locura en los ojos del amante, Amanda quedó salva a tiempo de caer en el salvaje abismo que era Róbinson, retirando su boca y su rostro luego de reflexionar. «¡Esto no puede ser!», dijo duramente. Confundido por el repentino cambio de actitud en Amanda, Róbinson sintió una punzada en su cerebro que le anunciaba, para su horror, que tendría que dejar salir al exterior otra vez al monstruo que tan laboriosamente mantenía a raya todo el tiempo, pero que a veces se le hacía incontenible, por lo que terminaba convertido en esa poderosa e impía fiera salvaje que tomaría a Amanda de un brazo fuertemente cuando ella no miraba y, en su desnudez absoluta, la apresaría contra su atlético cuerpo, ante el que ella no se podría defender, excepto por un grito insignificante que pudo ser fácilmente vencido por una enorme mano que tapaba su boca, apresándola por el pecho con aquel musculoso brazo, inmovilizándole a la vez ambas extremidades y con la otra mano reteniendo su cabeza contra la suya. De esta forma evitaba que Amanda, a través de las ventanas abiertas, lograse pedir a gritos ayuda a algún vecino.

Róbinson la sacó del baño y la llevó hasta el dormitorio contiguo, oscurecido por la falta de luz en esa noche maléfica en la que se dejaban escuchar de vez en cuando algunos truenos en el cielo que anunciaban la pronta llegada de una tempestad. Mientras que la trasladaba hacia el dormitorio, se dio cuenta de cuan menuda era Amanda, quien apenas tocaba el piso, mientras él sin ningún esfuerzo la elevaba.

—Es obvio —pensó— que esta muchacha ha añorado toda su vida a un hombre masculino, alto y fuerte como yo que la defienda de toda maldad y que no deje acercarse a ella ningún viso de posible dolor. Es como si fuera la última flor del mundo, que entonces merece estar en medio de un jardín protegido por un ejército. Yo… yo debería ser ese ejército.

Admirado por la pequeña figura con la que tan lúdicamente jugaba en sus manos, no pudo otra cosa sino imaginar la vocecilla dulce, delicada, aguda y femenina que delataba aún más la naturaleza precaria y necesitada de protección de Amanda, pronunciando esas palabras suplicantes y voluntarias que tanto adoraría escuchar: «ámame, protégeme, quiéreme, cuídame».
Pero se dio cuenta de que no sería capaz de oír nunca ninguna de esas palabras de voz de la muchacha si primero no liberaba su boca, por lo que dejó de presionar su rostro y deslizó sutil su mano hacia sus mejillas, con el pulgar sobre la derecha y los demás dedos a la izquierda, posando su palma apenas por debajo de la barbilla de la chica. Elevó su atención, cerró los ojos, como inspirado, oyó primero los quejidos de la joven y se dispuso a escuchar provenir de ella las tan añoradas palabras, que dijo con voz quebradiza, suave y asustada:

—¡Déjame ir, por favor! —La voz era trémula—. ¡No me hagas daño! ¡Te lo suplico!

Róbinson abrió los ojos de nuevo, pues ante aquellas inesperadas y siempre odiadas palabras recordó que no estaba en ese lugar soñado por él, sino en una oscura habitación a la que había entrado sigiloso, otra vez convertido en un asesino presto a matar a una mujer de la que esperaba palabras llenas de amor, dependencia y lujuria, pero de la que obtenía solo súplicas aterradas, naturales en una víctima sorprendida en su ducha por un salvaje animal machista, sádico y acomplejado.

Percibió el temblor aterrorizado en las descoordinadas y caóticas carnes de Amanda, quien confesaba así, con su cuerpo, el pavor que sentía, un pavor que se había apoderado tanto de ella que la poseía en su totalidad; solo podía pensar en su frustrado futuro.

Otra vez, como las mujeres anteriores, mediante ese silente temblor ella gritaba con desesperación lo que el terror no le permitía gritar realmente. «¿Qué se sentirá —se preguntó Róbinson, como siempre lo hacía— tener que ser manso ante un gigante como yo, ser amenazado, sometido el cuerpo, limitada y destruida la libertad, ser consciente de que una voluntad ajena ha decidido tomar tu endeble vida en sus manos y decidir qué hacer con tan preciado bien?». Y él mismo, como las otras veces, se imaginó de nuevo siendo como aquella mujer, sumiso y esclavo de una voluntad carcelera, la de un sorpresivo victimario. Y ese ser gigantesco y poderoso, cuya voluntad era semejante a la de una deidad, no mostraba destellos de piedad ni de amor. Róbinson se había convertido en esa mujer… otra vez era ese ser angustiado y reprimido que no tenía otra opción sino ser miserable, resignado y herido por la pétrea voluntad de un poderoso animal salvaje. Él mismo se vio como mojado por las lágrimas en medio de un infinito piélago de llanto desde cuyo fondo los gritos de mujeres desesperadas, como él mismo en ese momento, hacían vibrar el líquido, creando bucles y ondas con sus angustias y miserias, retorciendo aquella superficie.

Pero esos gritos no eran nada junto a los silenciosos quejidos de Amanda, junto a su respiración rápida y entrecortada, que decía mucho más de su miedo que cualquier grito descontrolado. Sus silenciosos pensamientos eran tan potentes que los gritos se habían vuelto inútiles. Pensamientos que, imaginaba él, la torturaban más de lo que él realmente estaría dispuesto a torturarla a ella.

Entrando en la confundida mente de Amanda, imaginó Róbinson todas las posibles intensiones que ella adivinó para sus crueles acciones. «Seguramente es un hombre triste y reprimido, que solamente hace esto para tratar de ocultar sus sentimientos de inferioridad, producto de las traumáticas y frustrantes relaciones que ha tenido en el pasado con las mujeres. Seguramente, su madre ha abusado toda su vida de él indirectamente, la peor de todas las formas de abuso, forzándolo a obedecerla apoyada en todo un artilugio sentimental que ha sabido armar para manipularlo. Abnegada, siempre lista para hacer todo por él, su hijo, a su vez espera siempre de él sólo “lo mejor”. Eso explica tan pulcrísima apariencia, porque ella, como es obvio, lo forzó desde niño a ser el mejor estudiante de la escuela, el mejor atleta del club, el mejor vecino del vecindario, el mejor feligrés de la iglesia; luego lo forzó, a medida que crecía, a cultivar una bella imagen que concordara con la de ella misma, la única que podría convertirla en una verdadera “madre orgullosa”. Por eso lo conminó a practicar toda clase de deportes y a asistir regularmente al gimnasio cuando sólo contaba con diecisiete años, aunque su personalidad no encajaba dentro de esos lugares y en esas actividades. Sin embargo, él tenía que estar siempre presto a satisfacerla en retribución de su eternamente dispuesta bondad, pues ella era siempre tan solícita, sensible y brillante que cualquier otra respuesta de su parte habría sido despreciable. Así que él tuvo que complacerla contra sus propios deseos, pues una extraña fuerza que de ella emanaba lo obligaba a asistir día tras día a aquellos esfuerzos físicos, prolongados por largas horas de tortura, profundamente odiadas por él. Y todo aquello ocurrió sin falla a través de muchos… muchísimos años. Por supuesto, está esa detestable novia que su misma madre le impuso y que ahora lo atormenta todo el tiempo, acosándolo, todo el tiempo llamándolo, todo el tiempo queriendo tenerlo y casarse con él, sin querer comprender ni ella ni su madre la causa de sus constantes comportamientos esquivos. “Si eres tan inteligente, tienes tan buen trabajo, ganas tan buen dinero. Ya puedes formar una familia con una mujer tan buena como Milagros”. Y ante su silencio, otra de esas actitudes adustas notables en él, seguramente su madre siempre sentencia: “Pensé que querrías darme esa satisfacción. No quiero morir sin verte casado con una buena muchacha y habiendo formado una familia. Pero ya veo que no será así. No sabes cuánto me decepcionas. Pero esa es tu decisión; no voy a inmiscuirme”. ¡Que cínica! Si ella lo único que ha hecho ha sido, precisamente, inmiscuirse en todos y en cada uno de los recovecos de la vida de este hombre. Ella ha invadido cada uno de los espacios en su alma y ser. Ella todo lo ha controlado, desde sus conductas hasta su personalidad, y ha mostrado especial ahínco y eficiencia en controlar sus relaciones, inclusive aquellas más atesoradas por él. El peor de esos crueles arrebatos llevados a cabo por tan maldita arpía fue aquella vez cuando cercenó el verdadero y más profundo deseo y amor de su hijo, hacía años atrás, cuando lo sorprendió con cierto amigo bastante “inapropiado” en actitud y acción igualmente “inapropiada”, disfrutando ambos de sus amores y pasiones verdaderas. Ella lo cambió todo, generando un escándalo privado que mataría todo deseo y lujuria en los jóvenes, destruyéndolos a ambos y arrancando de cuajo aquella relación de la tierra en la que ya había arraigado raíces. El pobre compañero de su hijo terminaría sus días sobre la Tierra él mismo al verse expuesto a tan grande vergüenza en el seno de una buena familia cristiana, muy similar en virtud a la suya. Ambos no fueron más que horribles manchas dentro de las pulcrísimas historias en ambos linajes. Por supuesto, luego de aquello las culpas para este hombre, quien no tuvo el valor de seguir el camino trazado de su único y verdadero amante, se multiplicaron exponencialmente a lo largo de los años, falta tras falta, latigazo tras latigazo y recriminación tras recriminación, cada una agregada como castigo a aquel “pecado imperdonable” que no se había reparado al expulsar a ese amigo carnal; el castigo para aquello, a los ojos de esta buena madre, debe ser infinito, extendiendo la culpa y el temor al pecado y al infierno hasta la última célula, quien con desesperación lo único que ha buscado desde ese entonces es alguna piedad y perdón para sus horrendas faltas. De eso ella se ha asegurado muy bien, recordándole constantemente lo decepcionante de sus actos a sus ojos y a los ojos de Dios, conminándolo a expulsar demonios, pensamientos impuros y pecaminosos, expulsando deseos, amores, sueños y lujurias. Y tan grande es esa refriega purgante de todo pecado dentro de su hijo, que esta amorosa y abnegada madre ha logrado casi expulsar también el alma de este pobre hombre de su propia vida. Pero ¿puede eso ser cierto? ¿Se puede acaso echar a alguien de su propia existencia? No sé si eso sea verdaderamente posible, pero este es lo más cercano a eso. ¡Pobre, realmente pobre!».

Róbinson comprobó la misericordia que esa mujer sentía por él al ver una lágrima rodar por su mejilla; estaba seguro de que lloraba compadecida de su sufrimiento. «¡Por fin, una mujer siente piedad de mí!». Allí él podría refugiarse y ocultarse de su madre y de su maldita y odiada novia. Abrazó, entonces, a Amanda y ella, presta y feliz de ser el amparo que este hombre tan desdichado no había podido encontrar en tantas otras mujeres que había tenido que matar, dejó de lado su temor y se convirtió en su protectora. Él la dejó libre y la primera palabra que él pronunció con su voz profunda, ronca y fuerte, un tanto entrecortada por el llanto que se le atravesaba en la garganta, fue «gracias». Aquella palabra expresaba el alivio que sentía al estar, finalmente, en refugio seguro, como el gozo del náufrago, que después de días —o como él, después de años— de andar braceando sobre un endeble entablado de madera, llegase a una isla llena de manjares, agua dulce y tierra firme que pisar. Fue entonces cuando él la vio sonreír y limpiarse las lágrimas para luego llevar su ligera, pequeña y suave mano a su rostro para acariciar gentilmente su mejilla. Róbinson sintió extasiado esa delicadeza, las tiernas manos de Amanda sobre su áspera piel cual pañuelo que limpiase toda la tizne acumulada por años de dura labor en una mina carbonífera y cuya suciedad le hubiese teñido de un color falso mohoso. Ella, con su caricia, lo hacía lozano, joven y limpio otra vez.

Amanda se levantó de la cama para dejarlo allí sentado, mientras tomaba una bata de baño y se cubría la desnudez. No decía palabra; sin embargo, era obvia su intención liberadora. Róbinson volteó para verla al otro lado de la cama, donde Amanda había encontrado una espada que llevaba en sus manos y con el filo apuntaba directamente hacia él. Entonces, ella le dijo las únicas palabras coordinadas que Róbinson le había escuchado y que serían, de paso, las últimas que oiría en su vida:

—Cuando grité hace un momento, cuando te tenía miedo, no me había dado cuenta de que, en realidad, quien debía haber gritado de pánico eras tú. No te preocupes; eso ya terminó.

Róbinson sonrió y liberó una expresión que era de felicidad, alivio y libertad, pero era a la vez una expresión bosquejada por la mano perversa de un dibujante sádico y cruel, que a la vez había en la mueca un evidente dejo de amargura y frustración. La hoja fría de la espada hundiéndose lentamente en su corazón no le produjo dolor, sino una profunda pena por la desgraciada vida que había dejado atrás y a la vez gran alegría por la seguridad de haber alcanzado el perdón de Dios, siendo ahora digno de la felicidad nunca posible en la Tierra. Poco a poco su aliento fue perdiendo olor. Luego, sus portentosos y fuertes músculos se relajaron tan profundamente que sintió que se dormía. Sus ojos fueron nublando su mirada, oscureciéndola. La oscuridad era tan profunda que se hizo total. Luego, no supo nada más de sí mismo. Todo se había hecho totalmente intrascendente y, por lo tanto, feliz.
Al volver en sí se dio cuenta de que la única oscuridad que verdaderamente estaba ante sus ojos era la de aquella habitación. «No estoy muerto». Casi lloró ante tan horrible descubrimiento. «¡No estoy muerto!». Las lágrimas de Amanda, que al principio habían sido pocas, ahora eran muchísimas, similares sus ojos, quizás, a una fuente de salobre dolor. Al ver el ahora deformado rostro de la mujer, surcado por hondas cavidades producto de su pánico, con la boca retorcida, con los ojos contraídos, con la carne más trémula que antes, supo que ella no había tenido aquellos pensamientos misericordiosos que le había atribuido hacía solo unos momentos. Róbinson pudo escuchar, entonces, los que eran los verdaderos pensamientos de esa pérfida: «Me va a matar», pensaba Amanda. «Este maldito me va a matar. Pobre diablo que tiene que hacer esto para sentirse verdadero hombre, cosa que a todas luces no es, que lo marica y deformado se le nota a leguas. ¿Qué hago ahora? ¿Qué hago? ¿Llorar? Sí, eso siempre funciona para manipular a estos cerdos asquerosos, hombres infelices. Me voy a hacer la pobre víctima sufrida, violable y desnuda para que sienta lástima de mí y que al final se doblegue ante mi voluntad y que no me mate y así seguir yo extendiendo el manto amargo de la femineidad por el mundo, criando hijas para que sean buenas madres como la que tiene este hombre, y criando hijos a los que tendría que doblegar sin piedad hasta la locura, como la buena madre de este ha hecho con él. Si después se arrepiente de dejarme libre me tiene sin cuidado. Lo único importante soy yo, mi vida y mi verdad. ¿Él? ¿Este pobre diablo? ¡Qué se pudra en su propia inmundicia!».

La ira surgía del estómago de Róbinson y sentía como cada vez crecía inexorable, inflándose como un globo y haciéndola tan amplia que ocupaba la habitación completa. Su piel cambiaba de color y pasaba de su blancura pálida ordinaria hasta un rojo colérico y enfermo. La sangre brotaría de sus ojos, las venas del cuello le explotarían, los tímpanos de sus oídos estallarían y su cerebro se sobrecalentaría hasta morir de no darle muerte de una vez por todas a esa maldita y traidora mujer que solamente buscaba apoderarse de él y chuparle la sangre, como lo hacían todas.

Brillante, incansable y nunca vil como una mujer, el puñal se convertía en el verdugo que ejecutaría la decisión ya tomada: «¡Muerte para la pérfida! ¡Sin piedad contra la matrona!». Miró el cuchillo y le pareció, como las otras veces, que un sayón tan canijo no podría tener éxito en la dura tarea de dar muerte a semejante quimera depravada. Le había parecido sorprendente las veces pasadas comprobar como un pequeño pedazo de metal con un corte certero en una yugular bien sometida podía dar fin a la existencia de todo lo que él odiaba. La sangre esparcida en las camas en todas las oportunidades en las que había emprendido esa tarea santa y purificadora de dar muerte a las reinas esclavizadoras, mantis comehombres, era siempre el trofeo que este pequeño guerrero se llevaba consigo. Todas las veces, Róbinson admiró el color rojo de la sangre que, cual fuente, brotaba de los cuellos cortados de las diablas, sangre que representaba la pureza de la verdad que él estaba dispuesto a perseguir, alcanzar y poseer finalmente. Esa sangre que teñía las finitas sábanas blancas y las volvía rojas era el testimonio del fin de la existencia de ese gran monstruo. Sí, la fiera salvaje había muerto… muerto para siempre. Nunca más iba a atormentarlo de nuevo. Nunca más iba a hacerle daño otra vez. No volvería a manipularlo.

Al mirar el reloj Róbinson se dio cuenta que había estado tan sólo cinco minutos en esa habitación. Súbitamente, se vio confundido, atolondrado. Se acercó al encendedor e hizo pasar de nuevo la electricidad hasta el bombillo en el centro de la habitación. Como el dios judeocristiano, al que él adoraba fervientemente, hizo la luz, pero no para iluminar un paraíso, sino a una mujer en medio de su cama, degollada y envuelta en una sábana de sangre. Otra vez despertaba de un pesado sueño, vestido de negro, en una habitación desconocida, con un pasamontañas que dejaba asomar al exterior tan solo sus cándidos ojos azules, como los de una persona inocente e incapaz de lastimar a nadie, con sus grandes y fuertes manos cubiertas por guantes de cuero y con una navaja ensangrentada en ellas. Se quitó el pasamontañas un instante para que Amanda pudiera ver la cara de su asesino. Fue inútil. Los muertos no ven.

Apagó nuevamente la luz, abrió la puerta de la habitación y sigilosamente salió de la casa por el patio trasero, asegurándose de que ninguno de los vecinos lo viera. Caminó por horas en la madrugada lluviosa de la ciudad. Luego vio que el cielo nocturno se despejaba y dejaba de nuevo ver las estrellas. Como escondiéndose de la mirada reprobatoria de la luna, se ocultó en un callejón de servicio, entre la basura. Allí, sobre los desperdicios descartados por otros, se tumbó y lloró amargamente, pidiendo otra vez perdón a Dios y prometiéndole, como siempre lo hacía, que no lo volvería a hacer.

miércoles, 3 de julio de 2019

Seis cartas malvadas (prefacio)*


*Este que presento a continuación es el prefacio de Seis cartas malvadas, un compendio de textos epistolares que, aunque tocan temáticas distintas, tienen en común su perspectiva malvada sobre sus respectivos temas. Puedes descargar el libro completo en formato PDF suscribiéndote mi lista de correos. Recibirás un mensaje de bienvenida y en él encontrarás un enlace para descargar esta pequeña obra, que es un regalo que te hago en agradecimiento por tu suscripción. Espero que lo disfrutes y comentes sobre ella.

Imagen de Leandro De Carvalho en Pixabay



Estimado lector,
Esta pequeña obra frente a ti es un compendio de seis prácticas que he realizado a lo largo de algunos años y que han tenido por finalidad explorar el formato epistolar. Está conformada por cartas dirigidas a distintos destinatarios, aunque ninguno de ellos es una persona o personaje concreto, sino que están dirigidas a arquetipos o a ideas.

Cada carta tiene una temática y estilo propio, pero todas tienen en común el espíritu fundamentalmente malvado que las domina. La verdad, escribir sobre la maldad a través de cartas me ha ayudado como escritor a explorar la psicología de los malvados, pues si algo caracteriza una misiva es que para desarrollarla es necesario no solo tener una idea de cómo es el personaje que la escribe, sino entrar en su papel, volverse uno el malvado y plasmar en el texto aquello que piensa esa persona despreciable (o en un inicio despreciable).

No puedo decir que estas cartas me han ayudado a entender la psicología de los malvados, pero al menos me han ayudado a entender algunas cosas, como que los malvados nunca saben que son malvados, y si lo saben deben asumir una actitud cínica ante este hecho. Ahora que lo pienso, no sé si afirmar que los malvados «no saben que son malvados» sea lo correcto, pues la maldad no es una cuestión que se sabe, sino que se determina desde el exterior (es malvado quien la gente señala como tal) tanto como desde el interior (soy malvado cuando acepto esa maldad). Visto así, la maldad es problemática, porque desde el punto de vista de quien hace o dice cosas malas, lo que dice está bien y por lo tanto considera justo, necesario y hermoso.

Creo que por tal motivo esos personajes malvados que se ven en las telenovelas latinoamericanas o los soup operas estadounidenses resultan tan ridículos, pues nadie malvado en la realidad actúa de forma tan descarada en su día a día. Así pues, todas las maldades vienen disfrazadas: de justicia, de amor, de piedad… Muy pocas veces los malos son abierta y absolutamente malos sin más. Justo por eso personas como Adolfo Hitler e Ilse Koch, Nicolás Maduro y Diosdado Cabello, Osama Bin Laden, Iván el Terrible o Shirō Ishii son una rareza por su comportamiento descaradamente repulsivo, pérfido y antihumano, y eso es lo que los hace personajes extraordinarios (despreciablemente extraordinarios, cabe aclarar). Pocos seres humanos llegan a bajezas de tal naturaleza, y de allí el necesario disfraz de sus maldades.

Tan problemático como lo anteriormente dicho es que los malvados declaran como justificadas sus acciones corruptas y degradantes, justamente porque como no pueden aceptar la maldad propia, confeccionan un disfraz de tal calidad que ellos mismos se lo creen. Esto, entonces, significa que los malos ni siquiera pueden descubrir su propia maldad, que está perfectamente entretejida en la estructura moral que guía sus pasos por el mundo.

El último problema al que me han dirigido estos escritos es el de la necesaria proyección de la maldad en el otro. El malvado disfraza su propia maldad de moral y a partir de ese pensamiento disfrazado puede proyectar sus viciosos pensamientos en quien se convierta en blanco de sus señalamientos, y sobre ese pobre recae toda la «justicia» proveniente de esa verdad incuestionable. Ahora me pregunto, ¿qué ser humano sobre la faz de este mundo no actúa a partir de exactamente esa filosofía? ¿Qué persona no está dispuesta a defender su postura porque la cree justificada y por lo tanto esta se acerca más que ninguna otra a la verdad y a la justicia? La maldad, según dicen, es un error del pensamiento, pero a estas alturas me pregunto si la bondad no lo es también. Creo que hoy pienso que las dos cosas, bondad y maldad, son productos inextricables del pensamiento, y cada quien está plenamente seguro de que todo lo que piensa es la verdad, y por lo tanto es bueno y bello, pero la bondad puede ser real o un vestido elaborado.
La bondad, además, tiene la capacidad de convertirse en maldad con demasiada facilidad, y los sistemas ideológicos que dominan el mundo hoy son una muestra clara de ello. No hay socialista o liberal que no defienda las bondades del sistema que expone, y en efecto, objetivamente puede haber verdades y bondades en lo que defiende, pero tan fácil como aparecen esas bondades y verdades, aparecen las maldades que la historia ha dejado registradas en la luctuosa y larga lista de las víctimas de las ideologías. Millones han perecido bajo el mandato de las buenas intensiones de los iluminados, que según sus defensores jamás serían capaces de ninguna maldad, y terminaron con sesenta millones de muertos en la China comunista o con los campos de concentración de japoneses en los Estados Unidos, centro y núcleo del «mundo libre», durante la Segunda Guerra Mundial.

Yo mismo sé que (en algún momento) he sido malo, y no sé si eso significa que soy malo. Lo que sí sé es que muchas veces en las que he intentado ser bueno o que he pensado en ser bueno, aparece el pensamiento paralelo que me conmina a la maldad, porque ambas opciones son igualmente válidas y posibles (a veces necesarias) para la vida, y sé perfectamente que eso le ocurre a todo el mundo, así todos nos veamos en la postura hipócrita de declarar que no, que no somos malvados jamás, o que estamos dispuestos a luchar contra la maldad siempre. ¿Estamos seguros de eso? Soy arquitecto de profesión, y durante varios años he ejercido como profesor universitario y he ayudado a mis estudiantes a sacar adelante sus tesis de grado. Hace unos meses, una alumna cuya tesis es el diseño de un albergue para perros abandonados me presentó una encuesta que realizaría entre los habitantes de la ciudad de Puebla, en la que resido desde hace casi un año. Las preguntas debían estar dirigidas a conocer la opinión de los poblanos sobre diferentes aspectos relativos al tema y uno de ellos era qué tan dispuestos estarían a apoyar un proyecto con esas características, tomando en cuenta que el régimen de propiedad del edificio y la institución sería público. Por supuesto, la inexperiencia de la estudiante la llevó a redactar una pregunta del tipo: ¿está usted de acuerdo con un albergue para el rescate de los perros abandonados en las calles de la ciudad de Puebla? Tuve que decirle, con sinceridad, que la respuesta que iba a obtener a dicha pregunta era obvia: cerca del cien por ciento de los encuestados dirían que estaban de acuerdo o muy de acuerdo, porque hay que ser bien sádico (como los nombrados previamente) para decir directamente que no a una pregunta planteada de esa forma. «Ana», le dije, «tienes que “tenderle una trampa” al encuestado». ¿Qué le quise decir con eso? Le expliqué que al encuestado había que ponerlo en una disyuntiva, que había que poner la felicidad del perro en contraste con otras necesidades de la ciudad y propias, en una lista de urgencias urbanas, como arreglar las calles dañadas, mejorar el servicio de agua potable, construir más parques… Presentado así, ¿qué prioridad tendrían los perros abandonados para el encuestado?

La maldad es un factor que siempre está allí, aunque no lo queramos aceptar, porque yo te pregunto, estimado lector, si tú tuvieras que elegir entre arreglar la maltrecha calle frente a tu casa que tanto daño le hace a los neumáticos y amortiguadores de tu carro o rescatar a los perros abandonados de tu ciudad, ¿qué elegirías? Aquí en Puebla hace frío en invierno, y yo sé muy bien que los perros callejeros en diciembre tratan de inventarse un refugio cálido en las noches para protegerse de las temperaturas de cero grados que no volverán a subir a diez sino hasta bien avanzada la tarde y si tienen suerte, puede que llegue a los quince a las tres de la tarde, justo antes de que el sol desaparezca y las temperaturas se precipiten nuevamente al fondo del termómetro. Los perros callejeros sufren, y sufren mucho. Pero… ¿y mis neumáticos? ¿y mis amortiguadores? Otra vez, ten en cuenta que el perro sufre, tu carro no… Pero, los neumáticos están tan caros…

Allí está la maldad. Todos podemos ser malos alguna vez, algunos tenemos que serlo muchas veces, en contadas oportunidades puede que nos guste un poco alguna cosa mala que hacemos… o puede que nos guste mucho. A veces, puede ser que seamos sistemáticamente malos cuando se trata de un tema, una persona o una situación dada, pero como es una maldad sistematizada se nos hace perfectamente lógica y justa, y por eso yo no soy un mal padre, lo que soy es disciplinar, o a los pobres es mejor tenerlos alejados porque después se ponen confianzudos, o tal vez yo respeto a los homosexuales, pero la naturaleza es la naturaleza

Podrás argumentar que eso no es maldad, sino egoísmo, pero es que justamente el egoísmo ha sido desde siempre el germen de la maldad, según mi visión. Los malos son lo que son porque están desbordados por un sentimiento egoísta que los prepara para lograr lo que desean a costa de lo que sea. El mundo nos da señas contradictorias, porque por un lado nos dice que luchemos por nuestros sueños y que debemos hacer todo para alcanzarlos. ¿Hacer todo, dicen? Te pregunto, ¿qué sueño no requiere sacrificio?, y cuando hablo de sacrificio no hablo de trabajo y esfuerzo, sino de la necesidad de asumir actitudes malvadas. ¿Quieres ser cantante? Tendrás que abandonar amistades, decepcionar a tus padres, luchar contra tu competencia… y destruirla, si está a tu alcance, ¿o no lo harías? No es nada personal, dirán algunos, pero según yo lo veo, ese no es más que otro de los tantos disfraces que se le pone a ese impulso maléfico que hay dentro de todos nosotros, porque ¿cómo que no es personal, si todos somos personas todo el tiempo y en todas las circunstancias, y si estás destruyendo mis sueños y mis aspiraciones para hacer prevalecer las tuyas? No hay forma de que tu humillación no sea personal para mí. Sin embargo, cuando nos toque estar en la posición del vencedor, nos diremos «hice lo que tenía que hacer» y seguiremos adelante con nuestra vida, y a pesar de eso no seremos malos, jamás, porque todos somos muy buenos, siempre.

Canción de naufrago*


*Rara vez escribo poesía, pues siento que no es lo mío. Siempre he pensado que hay que ser muy dado a encontrarle el lado romántico a las cosas para escribir este tipo de obras, y ese definitivamente no soy yo. En cualquier caso, de vez en cuando he intentado encontrarme con ese escritor sensible y suave que se requiere para escribir poemas, y uno de los pocos que he escrito en mi vida es esta canción, que la verdad no sé si sea tan sensible como creo, porque al final resulta trágica, aunque la poesía tiene algo de trágico siempre, ¿o no es así?

Imagen de Johannes Plenio en Pixabay

Zarpé del puerto amado
y me fui al interior del mar;
pesqué el sustento del día
mientras veía las nubes pasar

Después descansé un poco
queriendo en el mar hallar
el silencio de la ambrosía
y quietud hasta más no pensar

Alado entre los recuerdos,
quizás ya dormido mi ser,
soñé que tú me querías
y yo te quise también.

No vi que todo era un sueño,
no vi que no podías ser
por eso me lancé a tus brazos
que no me podían tener.

El mar me habló desde lejos,
me dijo que fuera hacia él:
«Yo te daré lo que quieres,
los brazos y el alma de él;
sus besos serán par ti,
su aliento olerás sólo tú,
su risa será por tu causa,
en su cama sólo cabrás tú».

Y fui y navegué para ver
si mi felicidad podía ser.
Remé con la fuerza de un hombre
Que busca el amor por su bien.

Y fui al horizonte lejano,
llegué a su borde mortal,
y allí el mundo esperaba
y cantaba sobre el amar.

Lo admiré un rato lejano,
pero al verme dejó de cantar.
Me acerqué como un niño asustado
y sin hablarme el mundo se va.

Quedé de repente aislado,
todo cerca de mí era mar;
me alejé de la tierra cegado
y ahora quería regresar.

Mas perdí de mi rastro su estela,
me seduje a mí mismo en mi afán,
no miré ni siquiera hacia el cielo
y ni el norte podía recordar.

Y el mar me habló desde el fondo,
desde su negra profundidad:
«Tal vez él está en mis resquicios,
y aquí tú lo puedas hallar».

Miré tan iluso hacia abajo,
había un brillo en el abismo del mar:
eras tú, quien celoso del aire,
me decías que fuera hasta allá.

Yo fui el que zarpó un día
tras el mundo y su felicidad,
y al llegar hasta el borde del mundo
le traiciona y este se va.
Y buscando un rincón de consuelo
ha escuchado el murmullo del mar
quien le muestra que en cada destello
Algo etéreo la muerte ha de dar.

No te culpes de ser el misterio
que ha hecho mi vida acabar,
sólo piensa, mi amado secreto,
te he encontrado en el fondo del mar.