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Ante el estridente grito de Amanda, Róbinson tuvo que
taparle la boca, mientras la joven mujer pretendía liberarse sus manos apenas
mediante el tembloroso retorcimiento de su cuerpecillo asustado.
Él, en su extrema fuerza, implacablemente utilizada para
someter a Amanda, pudo sentir en aquel grito la absoluta verdad de la muchacha,
su confesión de terror, cual niña abandonada ante las mismísimas fronteras del
olvido. Ella quería conocer lo que la vida le depararía después de ese día a
sus escasos diecinueve años, pero ahora veía palpable la real posibilidad de
ver frustrada su esperanza. Nunca sería una vieja sentada en su silla mecedora
a la espera de su muerte, mientras sus nietos revoloteaban ruidosos a su
alrededor, sin pensar ellos en aquella horrible imagen del fin propio. Ella, en
cambio, añoraría ese fin, porque su vida ya habría cumplido sus expectativas y
no habría nada más que esperar de ella o las habría frustrado repetida y
dolorosamente y ahora, de repente, la existencia y sus constantes desengaños le
había parecido demasiado larga.
Róbinson pudo sentir en las trémulas carnes de la recién
mujer el pánico de ese momento, casi leyendo sus pensamientos, y aunque por su
boca tapada Amanda no podía decir nada, él escuchó en su cabeza aquella idea
que ella le trasmitía en ese momento de súbito poder telepático. Era la misma
ya muy conocida frase: «¡Por favor, no me mates!».
Él entendió en seguida el mensaje, pero antes de decidir el
futuro de la rea, una vez más inmortalizaría ese momento en su memoria. Ese…
ese momento, que a pesar de haber sido momentos diferentes, que a pesar de
haber sido mujeres diferentes cada vez, siempre parecía ser el mismo, y parecía
el mismo porque, efectivamente, era el mismo todas las veces: ese momento en el
que esas mujeres ya no podían hablar más, ese momento en el que temblaban de
terror, ese momento en el que sus respiraciones suplicaban por ellas, ese en el
que las lágrimas corrían libres por las mejillas y luego por las manos de él
que tapaban fuertemente sus bocas, ese momento de la inútil refriega en la que
las desprovistas mujeres luchaban contra la muy superior mole de Róbinson.
Ahora ella, Amanda, una vez más iba a protagonizar ese momento para el deleite
y la pena de él.
El olor de Amanda era ese vaho ligero y artificial propio de
quien acaba de salir de la ducha, desprovisto de naturaleza y plagado de esencias
siniestras y superficiales de grasas olorosas, perfumes extravagantes y jabones
pretenciosos. Ese olor que Róbinson tanto adoraba, que lo excitaba y que lo
convertía en aquel maldito animal que tanto odiaba ser. Ese, que mataba a
mujeres indefensas cuando salían de la ducha sin haberse dado cuenta de la acechanza
maligna de su mirada intrusa. Era uno olor lleno de gracia, de belleza, de
artificialidad industrializada, de perfumes caros traídos de alguna exótica
fábrica de galantería donde se experimentaba con grasas muertas y mezclas de
extrañas y recias esencias de flores destrozadas, martirizadas y victimizadas,
como las mujeres de Róbinson. Un olor ligero a alcohol ensalzaba, sin embargo,
las potencias penetrantes de los aromas, que llegaban delicados a la nariz del
asesino y de repente se convertían en esclavizadores de sus nervios, por lo que
hacían sentir en su cerebro los gritos intensos y constantes de las flores
muertas encerradas en los jabones. Era ese olor a rosas, jardín de cofradías
secretas que ocultaba en sus aromas los deformes restos de los pétalos
pulverizados de las flores. Ese olor que había quedado impregnado en la piel de
Amanda y que ocultaba su verdadera esencia hedionda y viva, lejana a la
fragancia floral y cercana más a la mujer sexual y llena de feromonas que
luchaba por lograr la asepsia de estas esencias desagradables e inmanentes a su
naturaleza puramente mortal. El olor del jabón penetró con fuerza los orificios
nasales de Róbinson, quien los aspiró con profundo placer y sintió como
llegaban hasta lo más hondo de sí, hasta el centro mismo de su espíritu
destructor y acomplejado. En ellos se deleitó y por ellos quiso creer que ya no
era ese verdugo maldito y odiado del que tanto se avergonzaba.
Ante un olor como ese, pensó: «¿Acaso no podría ser yo el
hombre de esta mujer, ese que aspira sin culpa su olor maravilloso y al que
ella deja tocar su piel limpia y relajada sin mostrar rechazo, miedo o asco,
sino, al contrario, ante el que se muestra llena de amor, desesperado deseo y
lujuria?». Pero en su mente retorcida, él sabía muy bien que no era ese hombre.
El olor, si bien lo seducía, a la vez le recordaba que una mujer como Amanda,
limpia y grácil, nunca podría ser para alguien como él.
Se sentía atrapado, además, por las otras fragancias que
emanaban del cabello de Amanda, provenientes del champú, origen de deliciosos perfumes,
esta vez frutales, que le recordaban los dulces sabores de la tierra convertida
en vida. Esos manjares de delicias innúmeras que ahora las mujeres llevaban
siempre en sus cabezas y sus pieles, esos olores que las hacían deseables,
apetitosas y comestibles para los hombres que querían tener de ellas las
manzanas, peras y mangos en sus bocas, disfrutando de los sabores pegajosos y
azucarados de las tiernas frutas que ahora se convertían en hebras negras,
largas y suaves pegadas a las cabezas de esas mujeres, como Amanda. Róbinson
olió aquel cabello lentamente… profundamente. Extasiado en medio de esos
ilusorios banquetes frutales, se imaginó acariciando la cabeza de la muchacha
tiernamente mientras ella sonreía por su halago, mirándolo con ojos brillantes,
llenos de deseos lujuriosos, a la vez que pronunciaba tiernas y fabulosas
palabras. «Te amo», le decía.
Al decir aquello, Amanda cumplía el sueño atesorado
secretamente por Róbinson de una mujer que, sumisa a sus portentos, le amase
profundamente al someterse a su violencia inmanente.
En medio de un campo cítrico, lleno de naranjas, toronjas
rosadas, mandarinas y limones, todas brindando sus ácidos y dulces jugos,
Amanda le iba a conferir a aquel hombre el sabor tan deseado de aquellos deliciosos
labios sobre su boca después de haberle confesado aquel amor. Pero entonces, percatándose
del destello de locura en los ojos del amante, Amanda quedó salva a tiempo de
caer en el salvaje abismo que era Róbinson, retirando su boca y su rostro luego
de reflexionar. «¡Esto no puede ser!», dijo duramente. Confundido por el
repentino cambio de actitud en Amanda, Róbinson sintió una punzada en su
cerebro que le anunciaba, para su horror, que tendría que dejar salir al
exterior otra vez al monstruo que tan laboriosamente mantenía a raya todo el
tiempo, pero que a veces se le hacía incontenible, por lo que terminaba convertido
en esa poderosa e impía fiera salvaje que tomaría a Amanda de un brazo fuertemente
cuando ella no miraba y, en su desnudez absoluta, la apresaría contra su
atlético cuerpo, ante el que ella no se podría defender, excepto por un grito
insignificante que pudo ser fácilmente vencido por una enorme mano que tapaba
su boca, apresándola por el pecho con aquel musculoso brazo, inmovilizándole a
la vez ambas extremidades y con la otra mano reteniendo su cabeza contra la
suya. De esta forma evitaba que Amanda, a través de las ventanas abiertas,
lograse pedir a gritos ayuda a algún vecino.
Róbinson la sacó del baño y la llevó hasta el dormitorio
contiguo, oscurecido por la falta de luz en esa noche maléfica en la que se
dejaban escuchar de vez en cuando algunos truenos en el cielo que anunciaban la
pronta llegada de una tempestad. Mientras que la trasladaba hacia el dormitorio,
se dio cuenta de cuan menuda era Amanda, quien apenas tocaba el piso, mientras
él sin ningún esfuerzo la elevaba.
—Es obvio —pensó— que esta muchacha ha añorado toda su vida
a un hombre masculino, alto y fuerte como yo que la defienda de toda maldad y que
no deje acercarse a ella ningún viso de posible dolor. Es como si fuera la
última flor del mundo, que entonces merece estar en medio de un jardín
protegido por un ejército. Yo… yo debería ser ese ejército.
Admirado por la pequeña figura con la que tan lúdicamente
jugaba en sus manos, no pudo otra cosa sino imaginar la vocecilla dulce,
delicada, aguda y femenina que delataba aún más la naturaleza precaria y
necesitada de protección de Amanda, pronunciando esas palabras suplicantes y
voluntarias que tanto adoraría escuchar: «ámame, protégeme, quiéreme, cuídame».
Pero se dio cuenta de que no sería capaz de oír nunca ninguna
de esas palabras de voz de la muchacha si primero no liberaba su boca, por lo
que dejó de presionar su rostro y deslizó sutil su mano hacia sus mejillas, con
el pulgar sobre la derecha y los demás dedos a la izquierda, posando su palma
apenas por debajo de la barbilla de la chica. Elevó su atención, cerró los
ojos, como inspirado, oyó primero los quejidos de la joven y se dispuso a
escuchar provenir de ella las tan añoradas palabras, que dijo con voz quebradiza,
suave y asustada:
—¡Déjame ir, por favor! —La voz era trémula—. ¡No me hagas
daño! ¡Te lo suplico!
Róbinson abrió los ojos de nuevo, pues ante aquellas
inesperadas y siempre odiadas palabras recordó que no estaba en ese lugar
soñado por él, sino en una oscura habitación a la que había entrado sigiloso,
otra vez convertido en un asesino presto a matar a una mujer de la que esperaba
palabras llenas de amor, dependencia y lujuria, pero de la que obtenía solo
súplicas aterradas, naturales en una víctima sorprendida en su ducha por un
salvaje animal machista, sádico y acomplejado.
Percibió el temblor aterrorizado en las descoordinadas y
caóticas carnes de Amanda, quien confesaba así, con su cuerpo, el pavor que
sentía, un pavor que se había apoderado tanto de ella que la poseía en su
totalidad; solo podía pensar en su frustrado futuro.
Otra vez, como las mujeres anteriores, mediante ese silente
temblor ella gritaba con desesperación lo que el terror no le permitía gritar realmente.
«¿Qué se sentirá —se preguntó Róbinson, como siempre lo hacía— tener que ser
manso ante un gigante como yo, ser amenazado, sometido el cuerpo, limitada y
destruida la libertad, ser consciente de que una voluntad ajena ha decidido
tomar tu endeble vida en sus manos y decidir qué hacer con tan preciado bien?».
Y él mismo, como las otras veces, se imaginó de nuevo siendo como aquella mujer,
sumiso y esclavo de una voluntad carcelera, la de un sorpresivo victimario. Y
ese ser gigantesco y poderoso, cuya voluntad era semejante a la de una deidad,
no mostraba destellos de piedad ni de amor. Róbinson se había convertido en esa
mujer… otra vez era ese ser angustiado y reprimido que no tenía otra opción
sino ser miserable, resignado y herido por la pétrea voluntad de un poderoso
animal salvaje. Él mismo se vio como mojado por las lágrimas en medio de un
infinito piélago de llanto desde cuyo fondo los gritos de mujeres desesperadas,
como él mismo en ese momento, hacían vibrar el líquido, creando bucles y ondas con
sus angustias y miserias, retorciendo aquella superficie.
Pero esos gritos no eran nada junto a los silenciosos
quejidos de Amanda, junto a su respiración rápida y entrecortada, que decía
mucho más de su miedo que cualquier grito descontrolado. Sus silenciosos
pensamientos eran tan potentes que los gritos se habían vuelto inútiles.
Pensamientos que, imaginaba él, la torturaban más de lo que él realmente
estaría dispuesto a torturarla a ella.
Entrando en la confundida mente de Amanda, imaginó Róbinson todas
las posibles intensiones que ella adivinó para sus crueles acciones. «Seguramente
es un hombre triste y reprimido, que solamente hace esto para tratar de ocultar
sus sentimientos de inferioridad, producto de las traumáticas y frustrantes
relaciones que ha tenido en el pasado con las mujeres. Seguramente, su madre ha
abusado toda su vida de él indirectamente, la peor de todas las formas de abuso,
forzándolo a obedecerla apoyada en todo un artilugio sentimental que ha sabido
armar para manipularlo. Abnegada, siempre lista para hacer todo por él, su
hijo, a su vez espera siempre de él sólo “lo mejor”. Eso explica tan pulcrísima
apariencia, porque ella, como es obvio, lo forzó desde niño a ser el mejor
estudiante de la escuela, el mejor atleta del club, el mejor vecino del vecindario,
el mejor feligrés de la iglesia; luego lo forzó, a medida que crecía, a
cultivar una bella imagen que concordara con la de ella misma, la única que
podría convertirla en una verdadera “madre orgullosa”. Por eso lo conminó a
practicar toda clase de deportes y a asistir regularmente al gimnasio cuando
sólo contaba con diecisiete años, aunque su personalidad no encajaba dentro de
esos lugares y en esas actividades. Sin embargo, él tenía que estar siempre
presto a satisfacerla en retribución de su eternamente dispuesta bondad, pues
ella era siempre tan solícita, sensible y brillante que cualquier otra
respuesta de su parte habría sido despreciable. Así que él tuvo que complacerla
contra sus propios deseos, pues una extraña fuerza que de ella emanaba lo obligaba
a asistir día tras día a aquellos esfuerzos físicos, prolongados por largas
horas de tortura, profundamente odiadas por él. Y todo aquello ocurrió sin
falla a través de muchos… muchísimos años. Por supuesto, está esa detestable
novia que su misma madre le impuso y que ahora lo atormenta todo el tiempo,
acosándolo, todo el tiempo llamándolo, todo el tiempo queriendo tenerlo y
casarse con él, sin querer comprender ni ella ni su madre la causa de sus
constantes comportamientos esquivos. “Si eres tan inteligente, tienes tan buen
trabajo, ganas tan buen dinero. Ya puedes formar una familia con una mujer tan
buena como Milagros”. Y ante su silencio, otra de esas actitudes adustas
notables en él, seguramente su madre siempre sentencia: “Pensé que querrías darme
esa satisfacción. No quiero morir sin verte casado con una buena muchacha y
habiendo formado una familia. Pero ya veo que no será así. No sabes cuánto me decepcionas.
Pero esa es tu decisión; no voy a inmiscuirme”. ¡Que cínica! Si ella lo único
que ha hecho ha sido, precisamente, inmiscuirse en todos y en cada uno de los
recovecos de la vida de este hombre. Ella ha invadido cada uno de los espacios en
su alma y ser. Ella todo lo ha controlado, desde sus conductas hasta su
personalidad, y ha mostrado especial ahínco y eficiencia en controlar sus
relaciones, inclusive aquellas más atesoradas por él. El peor de esos crueles
arrebatos llevados a cabo por tan maldita arpía fue aquella vez cuando cercenó el
verdadero y más profundo deseo y amor de su hijo, hacía años atrás, cuando lo sorprendió
con cierto amigo bastante “inapropiado” en actitud y acción igualmente
“inapropiada”, disfrutando ambos de sus amores y pasiones verdaderas. Ella lo
cambió todo, generando un escándalo privado que mataría todo deseo y lujuria en
los jóvenes, destruyéndolos a ambos y arrancando de cuajo aquella relación de
la tierra en la que ya había arraigado raíces. El pobre compañero de su hijo
terminaría sus días sobre la Tierra él mismo al verse expuesto a tan grande
vergüenza en el seno de una buena familia cristiana, muy similar en virtud a la
suya. Ambos no fueron más que horribles manchas dentro de las pulcrísimas
historias en ambos linajes. Por supuesto, luego de aquello las culpas para este
hombre, quien no tuvo el valor de seguir el camino trazado de su único y
verdadero amante, se multiplicaron exponencialmente a lo largo de los años, falta
tras falta, latigazo tras latigazo y recriminación tras recriminación, cada una
agregada como castigo a aquel “pecado imperdonable” que no se había reparado al
expulsar a ese amigo carnal; el castigo para aquello, a los ojos de esta buena
madre, debe ser infinito, extendiendo la culpa y el temor al pecado y al
infierno hasta la última célula, quien con desesperación lo único que ha buscado
desde ese entonces es alguna piedad y perdón para sus horrendas faltas. De eso
ella se ha asegurado muy bien, recordándole constantemente lo decepcionante de
sus actos a sus ojos y a los ojos de Dios, conminándolo a expulsar demonios,
pensamientos impuros y pecaminosos, expulsando deseos, amores, sueños y
lujurias. Y tan grande es esa refriega purgante de todo pecado dentro de su
hijo, que esta amorosa y abnegada madre ha logrado casi expulsar también el
alma de este pobre hombre de su propia vida. Pero ¿puede eso ser cierto? ¿Se
puede acaso echar a alguien de su propia existencia? No sé si eso sea
verdaderamente posible, pero este es lo más cercano a eso. ¡Pobre, realmente
pobre!».
Róbinson comprobó la misericordia que esa mujer sentía por
él al ver una lágrima rodar por su mejilla; estaba seguro de que lloraba
compadecida de su sufrimiento. «¡Por fin, una mujer siente piedad de mí!». Allí
él podría refugiarse y ocultarse de su madre y de su maldita y odiada novia. Abrazó,
entonces, a Amanda y ella, presta y feliz de ser el amparo que este hombre tan
desdichado no había podido encontrar en tantas otras mujeres que había tenido
que matar, dejó de lado su temor y se convirtió en su protectora. Él la dejó
libre y la primera palabra que él pronunció con su voz profunda, ronca y
fuerte, un tanto entrecortada por el llanto que se le atravesaba en la
garganta, fue «gracias». Aquella palabra expresaba el alivio que sentía al
estar, finalmente, en refugio seguro, como el gozo del náufrago, que después de
días —o como él, después de años— de andar braceando sobre un endeble entablado
de madera, llegase a una isla llena de manjares, agua dulce y tierra firme que
pisar. Fue entonces cuando él la vio sonreír y limpiarse las lágrimas para
luego llevar su ligera, pequeña y suave mano a su rostro para acariciar gentilmente
su mejilla. Róbinson sintió extasiado esa delicadeza, las tiernas manos de
Amanda sobre su áspera piel cual pañuelo que limpiase toda la tizne acumulada
por años de dura labor en una mina carbonífera y cuya suciedad le hubiese teñido
de un color falso mohoso. Ella, con su caricia, lo hacía lozano, joven y limpio
otra vez.
Amanda se levantó de la cama para dejarlo allí sentado,
mientras tomaba una bata de baño y se cubría la desnudez. No decía palabra; sin
embargo, era obvia su intención liberadora. Róbinson volteó para verla al otro
lado de la cama, donde Amanda había encontrado una espada que llevaba en sus
manos y con el filo apuntaba directamente hacia él. Entonces, ella le dijo las
únicas palabras coordinadas que Róbinson le había escuchado y que serían, de
paso, las últimas que oiría en su vida:
—Cuando grité hace un momento, cuando te tenía miedo, no me
había dado cuenta de que, en realidad, quien debía haber gritado de pánico eras
tú. No te preocupes; eso ya terminó.
Róbinson sonrió y liberó una expresión que era de felicidad,
alivio y libertad, pero era a la vez una expresión bosquejada por la mano
perversa de un dibujante sádico y cruel, que a la vez había en la mueca un
evidente dejo de amargura y frustración. La hoja fría de la espada hundiéndose
lentamente en su corazón no le produjo dolor, sino una profunda pena por la desgraciada
vida que había dejado atrás y a la vez gran alegría por la seguridad de haber
alcanzado el perdón de Dios, siendo ahora digno de la felicidad nunca posible
en la Tierra. Poco a poco su aliento fue perdiendo olor. Luego, sus portentosos
y fuertes músculos se relajaron tan profundamente que sintió que se dormía. Sus
ojos fueron nublando su mirada, oscureciéndola. La oscuridad era tan profunda
que se hizo total. Luego, no supo nada más de sí mismo. Todo se había hecho
totalmente intrascendente y, por lo tanto, feliz.
Al volver en sí se dio cuenta de que la única oscuridad que verdaderamente
estaba ante sus ojos era la de aquella habitación. «No estoy muerto». Casi
lloró ante tan horrible descubrimiento. «¡No estoy muerto!». Las lágrimas de
Amanda, que al principio habían sido pocas, ahora eran muchísimas, similares
sus ojos, quizás, a una fuente de salobre dolor. Al ver el ahora deformado
rostro de la mujer, surcado por hondas cavidades producto de su pánico, con la
boca retorcida, con los ojos contraídos, con la carne más trémula que antes,
supo que ella no había tenido aquellos pensamientos misericordiosos que le
había atribuido hacía solo unos momentos. Róbinson pudo escuchar, entonces, los
que eran los verdaderos pensamientos de esa pérfida: «Me va a matar», pensaba Amanda. «Este maldito me va a matar. Pobre
diablo que tiene que hacer esto para sentirse verdadero hombre, cosa que a
todas luces no es, que lo marica y deformado se le nota a leguas. ¿Qué hago
ahora? ¿Qué hago? ¿Llorar? Sí, eso siempre funciona para manipular a estos
cerdos asquerosos, hombres infelices. Me voy a hacer la pobre víctima sufrida,
violable y desnuda para que sienta lástima de mí y que al final se doblegue
ante mi voluntad y que no me mate y así seguir yo extendiendo el manto amargo
de la femineidad por el mundo, criando hijas para que sean buenas madres como
la que tiene este hombre, y criando hijos a los que tendría que doblegar sin
piedad hasta la locura, como la buena madre de este ha hecho con él. Si después
se arrepiente de dejarme libre me tiene sin cuidado. Lo único importante soy
yo, mi vida y mi verdad. ¿Él? ¿Este pobre diablo? ¡Qué se pudra en su propia
inmundicia!».
La ira surgía del estómago de Róbinson y sentía como cada
vez crecía inexorable, inflándose como un globo y haciéndola tan amplia que
ocupaba la habitación completa. Su piel cambiaba de color y pasaba de su
blancura pálida ordinaria hasta un rojo colérico y enfermo. La sangre brotaría
de sus ojos, las venas del cuello le explotarían, los tímpanos de sus oídos
estallarían y su cerebro se sobrecalentaría hasta morir de no darle muerte de
una vez por todas a esa maldita y traidora mujer que solamente buscaba
apoderarse de él y chuparle la sangre, como lo hacían todas.
Brillante, incansable y nunca vil como una mujer, el puñal
se convertía en el verdugo que ejecutaría la decisión ya tomada: «¡Muerte para
la pérfida! ¡Sin piedad contra la matrona!». Miró el cuchillo y le pareció,
como las otras veces, que un sayón tan canijo no podría tener éxito en la dura
tarea de dar muerte a semejante quimera depravada. Le había parecido
sorprendente las veces pasadas comprobar como un pequeño pedazo de metal con un
corte certero en una yugular bien sometida podía dar fin a la existencia de
todo lo que él odiaba. La sangre esparcida en las camas en todas las
oportunidades en las que había emprendido esa tarea santa y purificadora de dar
muerte a las reinas esclavizadoras, mantis comehombres,
era siempre el trofeo que este pequeño guerrero se llevaba consigo. Todas las
veces, Róbinson admiró el color rojo de la sangre que, cual fuente, brotaba de
los cuellos cortados de las diablas, sangre que representaba la pureza de la
verdad que él estaba dispuesto a perseguir, alcanzar y poseer finalmente. Esa
sangre que teñía las finitas sábanas blancas y las volvía rojas era el
testimonio del fin de la existencia de ese gran monstruo. Sí, la fiera salvaje
había muerto… muerto para siempre. Nunca más iba a atormentarlo de nuevo. Nunca
más iba a hacerle daño otra vez. No volvería a manipularlo.
Al mirar el reloj Róbinson se dio cuenta que había estado
tan sólo cinco minutos en esa habitación. Súbitamente, se vio confundido,
atolondrado. Se acercó al encendedor e hizo pasar de nuevo la electricidad
hasta el bombillo en el centro de la habitación. Como el dios judeocristiano, al
que él adoraba fervientemente, hizo la luz, pero no para iluminar un paraíso,
sino a una mujer en medio de su cama, degollada y envuelta en una sábana de
sangre. Otra vez despertaba de un pesado sueño, vestido de negro, en una
habitación desconocida, con un pasamontañas que dejaba asomar al exterior tan
solo sus cándidos ojos azules, como los de una persona inocente e incapaz de
lastimar a nadie, con sus grandes y fuertes manos cubiertas por guantes de
cuero y con una navaja ensangrentada en ellas. Se quitó el pasamontañas un
instante para que Amanda pudiera ver la cara de su asesino. Fue inútil. Los
muertos no ven.
Apagó nuevamente la luz, abrió la puerta de la habitación y
sigilosamente salió de la casa por el patio trasero, asegurándose de que
ninguno de los vecinos lo viera. Caminó por horas en la madrugada lluviosa de
la ciudad. Luego vio que el cielo nocturno se despejaba y dejaba de nuevo ver
las estrellas. Como escondiéndose de la mirada reprobatoria de la luna, se ocultó
en un callejón de servicio, entre la basura. Allí, sobre los desperdicios descartados
por otros, se tumbó y lloró amargamente, pidiendo otra vez perdón a Dios y
prometiéndole, como siempre lo hacía, que no lo volvería a hacer.