viernes, 28 de junio de 2019

Horizonte de sucesos (Fragmento*)

Imagen de pixel2013 en Pixabay 
*Esta carta es un fragmento de Horizonte de sucesos, novela que todavía estoy escribiendo y espero publicar. Sí, con esta novela haré mi primer esfuerzo para publicar formalmente una obra, más allá de las autopublicaciones en Amazon, Google y otros medios similares. Con esta carta se inicia la novela, y da una idea bastante clara de lo que ocurre a lo largo de la historia. Espero la disfruten y les dé curiosidad saber qué más pasa en la obra.


*

De Lope González a Ezequiela González

Caracas, 10 de abril de 2017

Hermana,

He tenido que armarme de un enorme valor para escribirte estas líneas. Hace unos meses mis médicos me informaron que los problemas renales con los que he estado batallando estos últimos años están ganando la guerra, y gracias a mi edad y mi deteriorada salud, no soy un buen candidato para un trasplante, así que estoy llegando al final de mi vida. No te había escrito porque me lo impidió el silencio que nos impusimos mutuamente después de lo de Arthur y Maracaibo. Además, me tomé eso de la cercanía de la muerte con cierta ligereza, ¿sabes?

La verdad es que los dolores en el momento del diagnóstico no me parecían tan terribles, por lo menos no al punto de hacerme entender que ya era un muerto que andaba, así que, aparte de la impresión que me pro­dujeron las palabras de los galenos, no había visto plenamente cuán grave es realmente mi situa­ción. Sin embargo, hoy los dolores se me aparecen con mayor frecuencia e intensidad, me abofetean cada vez que me visitan y me gritan que la muerte se aproxima. Ahora, cuando ya no puedo ignorar mis dolores, es que caí en cuenta: soy un enfermo terminal, a mis setenta y siete, y ya el tiempo que tenía para vivir lo viví, así que, por ahora, me contento con el tiempo prestado que me otorga la medicina. Solo espero no sufrir una agonía tal que ese tiempo extra de ahora me pese después.

Con todo y que la cercanía de la muerte pueda parecer una etapa depresiva, se me han abierto nuevas oportunidades para aprender. Gracias a mi reciente exposición a ellos, he descubierto que existen distintos tipos de dolor. Los más obvios son los físicos, producto directo del mal funcionamiento del organismo. Normalmente, con algunos analgésicos más o menos potentes puedes controlarlos, y aunque son el tipo más impresionante por su naturaleza apremiante para uno que los padece y para quien los atestigua, no son ni los peores ni los más graves. Otros dolores son los que te afectan el orgullo, porque no hay nada peor que ser visto con piedad por quienes has convertido en la familia que te cuida en esos momentos finales. Alejo, por ejemplo, se la pasa mirándome con ojos de preocupación y nostalgia, porque antes de muerto ya me extraña y recuerda nuestros años de juventud, en los que cosas como la enfermedad estaban fuera de nuestros planes. Otros dolores son los de tipo psicológico, que se relacionan con la angustia que produce el perder la independencia, el poder de decisión y la capacidad para pensar en el futuro, porque ¿para qué pensar en el futuro? El peor de todos los dolores psicológicos es el que te exhorta a terminar los asuntos pendientes en esta vida y que son como un grillete que desde siempre te has conformado con llevar a rastras, pero que en el lecho final te amenaza con multiplicar su peso, diciéndote: «Haré que te conviertas en un fantasma y te la pasarás vagando y vagando por este mundo, incapaz de partir al siguiente». Pues sí, resulta que cerca de la muerte, el grillete, que siem­pre fue una carga silente, adquiere de repente el don del habla y lo amenaza a uno con una eterni­dad de sufrimientos provenientes del asunto insepulto. La verdad, no tengo muchos asuntos de ese tipo y, afortunadamente, los que tengo son casi todos intrascendentes. Sin embargo, uno de esos asuntos entra en su propia categoría, porque sí que es muy importante. Sabes que me refiero a ti, hermana, y a nuestra arruinada relación. No quiero morirme sin arreglarnos en la medida de lo posible. Si no lo hacemos, estoy seguro de que seré un moribundo melancólico, porque no haré más que pensar en nosotros y en nuestra ignorancia mutua hasta el último segundo en el que se me permita el don de la conscien­cia, en vez de pensar en lo bueno que me dio la vida y en lo mucho que voy a extrañar estar vivo, si es que después de muerto tiene uno la oportunidad de extrañar algo. Tú, como estás más vieja que yo, sabes que la muerte se aproxima a ti con el mismo vigor con el que se aproxima a mí, y por eso segura­mente presientes que repararás en mí al momento de tu muerte. No quiero que repares en mí en ese momento, por lo menos no para lamentarme como un asunto pendiente que no lograste re­solver. Lo sé, porque yo tampoco quiero reparar en ti de esa forma.

La vejez es una etapa de la vida extraña y cruel, porque cuando ya tienes suficiente sabiduría para desgranar correctamente lo importante de lo fútil, ya no te quedan fuerzas para hacer nada con el grano separado. Justo por eso, no entiendo por qué he esperado hasta este momento para escribirte. Tampoco entiendo por qué no lo has hecho tú. Más bien sí lo entiendo, porque es seguro que las mismas excusas que yo pudiera dar también las darías tú. Lo que realmente no entiendo es cómo ambos permitimos que nos dominara completamente este silencio abismal que nos hemos dedicado y cómo hemos dejado que se amplíe esta distancia que va más allá de los kilómetros que separan Caracas y Maracaibo. Llega a lo enfermizo y ridículo este silencio, y es tanta la ridiculez, que ni siquiera pude pre­sentarme ante ti el día del entierro de Arthur. Supe que él había muerto e instintivamente corrí al aeropuerto y compré un pasaje a Maracaibo. Llegué a tiempo para el sepelio. Tú no me viste, porque en el último minuto, cuando ya estaba cerca de ti y de la fosa que se tragaría para siempre al malnacido de Arthur, me escondí detrás de un árbol porque no tuve el valor de romper el si­lencio que se impuso entre nosotros, este silencio que se ha convertido en mi desgracia desde el día que abandoné aquella ciudad, lleno de una vergüenza que me ha perseguido desde entonces, como si fuera la personificación de todos mis pecados, convertidos en una sombra que, implaca­ble, me persigue y me susurra al oído, haciéndome recordar perennemente. Así que sí: te vi, Ezequiela, te vi. Estabas sola en ese cementerio tan grande como un jardín imperial, todo colorido de tan lleno de flores y árboles enormes y en el que lo único que se escuchaba eran los pajaritos que creían que era un bosque en dónde anidaban y resulta que era el destino final de todos los infelices de este mundo. Estabas tan, pero tan sola frente a ese ataúd que bajaba tan, pero tan lentamente a ese hueco. No me sorprendí de tu soledad ni de la ausencia de dolientes en el sepelio de Arthur, porque tienes que reconocer que todo el mundo odiaba profundamente a Arthur, y todos lo odiaban porque era justicia que todos lo odiaran. Yo lo odiaba tanto, Ezequiela. No, no es que lo odiaba, es que todavía lo odio. Y lo odio porque jamás nadie en toda mi existencia me malogró como él lo hizo.

Jamás, jamás, jamás una electricidad similar a esa con la que él me electrocutó recorrió mi cuerpo. La forma en la que me tomó, en la que me humilló, el descaro con el que me trató, el escarnio público al que me sometió, el desinterés con el que arruinó mi naciente carrera; todo lo que me hizo lo convirtió en merecedor de mi odio. Pero lo odié, o más bien lo odio, porque al mismo tiempo hizo que me sintiera feliz de ser víctima y centro de su graso sadismo. Me hizo tan pleno, tan absoluto y tan lleno que lo sufrido fue un precio bajo para vivir ese gozo sin freno que él me daba. No sé si me entiendes. Pero ¿qué es lo que digo? Por supuesto que me entiendes. Estoy seguro de que me entiendes mejor que nadie. Tú también lo odias, no lo niegues, y te sentiste libre por primera vez en tantos años en el mismo momento en el que lo viste descender al infierno, lugar al que almas como la de Arthur corresponden. También entiendo que desde su muerte te invade la amargura, precisamente por­que él está en el infierno y tú aquí, sin él. Cuando escapé de la Maracaibo en ruinas en la que lo dejé atrás, me amargué también, tanto como tú desde ese entonces. Me amargó el saber que desde esos días en los que compartí cama con él y contigo, no encon­traría mejor cama. Somos hermanos, Ezequiela, y por lo tanto nuestro parentesco debería tener el poder suficiente como para impedir que nos digamos ciertas cosas, pero Arthur es la mayor fuerza natural que jamás he atestiguado y por eso hablar se me hace inevitable, pues no se calla uno ante una fuerza tan enorme que te prohíbe el derecho al porvenir. Por eso confieso que me amargué de celos al saberte junto a él en la cama, mientras yo, lejos, recogía los fragmentos de lo poco que me quedaba de dignidad y decoro. Tuve dignidad y decoro, en efecto, porque extramuros del país en el que se ha arruinado la reputación, siempre puede uno recupe­rarse, protegido por el manto del anonimato. Sin embargo, estaba amargado, porque no podía superar a ese maldito gringo hijo de la gran puta que me hizo feliz hasta el punto de no importarme absolutamente nada, ni siquiera compar­tir a un hombre con mi propia hermana y acostarnos los tres desnudos en esa mugrienta y hú­meda cama, toda untada por la vomitiva mezcla del sudor revuelto de los tres, del semen que Arthur eyaculaba, de la mierda y la flora intestinal que me sacaba del culo, de la ingente lubrica­ción vaginal que producías a borbotones en tus urgencias reparatorias y de la sangre de nuestras heridas, producto de las frecuentes y salvajes palizas que nos propinaba Arthur. Nunca sentí tanta vergüenza e infelicidad en toda mi vida, pero nunca sentí tanta satisfacción. Luego, en la soledad desesperante del exilio, acudía dondequiera que me encontrara a in­mundos antros para buscar cama con hombres rubios, en los que antes nunca reparé. Es que después de Arthur tenían que ser rubios para hacerme la ilusión de que era él quien me cogía. Pero nada, nadie se le acercó jamás. Nadie sobre la faz de este mundo puede darle a uno lo que Arthur. Tú lo sabes. Yo lo sé. Entonces, sentí envidia de ti, Ezequiela, y en algunas oportunidades te odié, porque tú seguías con él y yo… Yo tuve que volcarme a la castidad y aceptar la soledad como mi nuevo amante, porque nada más tenía sentido. Ese fue el sacrificio por tener dignidad y decoro. Aburridos amantes me sir­vieron de vez en cuando solo para zafarme del picor que me producían mis necesidades fisiológicas, pero con ellos me acostaba sin emoción, sin placer ni ilusión. ¿Qué ilusión iba a tener, si todas se me habían disuelto en el semen, la saliva y el sudor de Arthur? Sin embargo, llegó un día en el que descu­brí que el último amante había humedecido mi cama hacía años. Ya ni me picaba el cuerpo, porque no sentía nada.

Me acostumbré tanto a ese letargo que me agarró por sorpresa mi resurrección, que ocurrió  un día cuando inesperadamente, regresé a Venezuela para rendir mis respetos y derramar algunas de mis lá­grimas sobre una lápida perteneciente a uno de los seres más anónimos de este mundo, pero que para mí es una de las cruces más hondas en mi corazón. Tenía que venir porque sí. Esa visita que debió ser breve me torció el destino, pues propició mi reencuentro con Alejo, a quien no había visto desde hacía muchos años. Los dos perdimos por completo el juicio y nos obligamos a recobrar la cordura perdida. Cuando ya había aceptado mi calidad de forastero como una cualidad permanente de mi ser, retorné a la patria que creía ya prohibida para mí. Por fin volví a ser algo parecido a un hom­bre sano, que podía sentirse cómodo dentro de su propia piel, en vez del ser asqueroso, inferior y rastrero en el que Arthur me convirtió. Con su dulzura, Alejo casi logró hacerme olvidar esos días, aunque eso nunca ha sido del todo posible, porque aún algo de amargura rezuma desde mi estómago y la siento claramente arder en mi garganta, lo que me recuerda que hieles apestosas y agrias me llenan desde esos días y no existe manera de deshacerse totalmente de ellas, pero hoy puedo controlarlas. Si en mí, que logué escapar de esa destructiva fuerza, aun siento los destrozos que dejó mi paso por esos predios, no puedo ni imaginar lo trágica que ha sido tu existencia, porque tú estu­viste tan expuesta a sus daños que él te destruyó por completo. Yo quedé malogrado luego de él, y es seguro que jamás logré recuperarme del todo de su acción sobre mí, pero logré escapar. En cambio tú, Ezequiela…

La verdad, no sé para qué te escribo esta carta y ni para qué quiero hablar contigo. ¿De qué podemos hablar, si todo lo que podríamos decirnos sería eclipsado por los recuerdos de esos días tan asquerosos y deliciosos? A pesar de eso, espero que decidas que también quieres romper el silencio y respondas a esta carta. Si eso no se te hace posible, no te culpo. En ese caso, aprovecho la oportunidad para despedirme. Voy a morir pronto, hermana, así que no me queda más que enviarte un último abrazo fraternal. Arthur rompió nuestra hermandad, pero no rompió el enorme amor que siento por ti. Siempre serás mi hermana, a pesar de todo.

Un beso.

Lope

*

De Ezequiela González a Lope González
Maracaibo, 11 de abril de 2017

Hermano,
Voy a Caracas a verte. No nos despidamos por escrito, porque igual esa sería una despedida silenciosa. Quiero romper el silencio. Espérame.

Ezequiela

jueves, 27 de junio de 2019

Autobús

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Una caja gigante nos lleva o nos trae, según cada quien vaya o venga, todos juntos pero aislados, en silencio, pensando nada más, porque es el momento de pensar. ¿Qué otra cosa se puede hacer en la caja? El futuro físico es un destino en alguna calle en la ciudad, pero todos vamos pensando en un destino más allá, en lo intangible del futuro luego de la esquina o la parada. ¿Qué será de nosotros en cada caso?
Nunca me he preguntado qué es del destino de cada quién cuando se baja en su parada, pero ahora que lo pienso, encuentro inquietante la perspectiva. Yo solo voy al encuentro de mi intrascendente rutina, otra vez a vivir lo mismo que viví ayer, viajando al ya muy conocido pasado del trabajo, cuya permanencia se extiende hacia el futuro sin límite definido, pero como ya conozco mi destino, no me causa ni emoción ni ilusión. Ahora, sin embargo, me muero de envidia, me carcome la duda, porque me pregunto cuántos de quienes me acompañan en mi solitario viaje van a encontrarse con el episodio importante de su existencia, en tanto yo aquí, escribiendo en el teléfono para matar el tedio en los cuarenta minutos de tránsito. Es difícil adivinar quién se mueve en la caja para encontrarse a partir de su parada la vida que ahora no tiene, o que se mueve precisamente para mantener a flote esa vida; todos con la misma neutralidad en su expresión, todos entre tristes y decepcionados, todos simbólicamente muertos por cuarenta minutos… nada que ver por aquí.
Es tanto mi tedio y mi angustia por saberme desprotegido ante el destino, que es aburrido hasta la muerte, que necesito descargar en ti, querido lector, mis dudas y mis desgracias, porque justo eso hacen los escritores: trasladar a quien no lo ha pedido, pero lo ha buscado (si no, ¿quién te manda a leer?), ese peso colosal de la consciencia propia. Justo por eso, la próxima vez que vayas en autobús, angústiate por el estancamiento de tu vida y pregúntate quién de tus desconocidos vecinos sí va a buscarse un destino, no como tú, que sigues allí, encerrado en esa caja día tras día. Y también pregúntate si aquel al que ves tan ensimismado en su teléfono escribe para liberarse de su tedio y, burlándose, descargarlo en ti.

miércoles, 26 de junio de 2019

Sangre

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Alejandra no sabía cómo presentarse ante Eugenia, su madre, para decirle lo que había pasado. Se había estado debatiendo si era realmente necesario decírselo, pues sabía perfectamente que esta noticia afectaría terriblemente a Eugenia, pero al final había concluido que sí. Sí debía decírselo.

—Mamá —dijo—, tengo… tengo algo que decirte. Es algo muy importante.

—Dime, Ale —le respondió Eugenia—. Te ves preocupada. ¿Qué es eso tan importante que tienes que decirme?

—Rómulo… —Alejandra, tan pronto intentó hablar, sintió que la voz se le atragantó con una piedra firmemente atascada en su garganta y se le hacía casi imposible retirarla. Tuvo que tomar un poco de aire, una vez, dos veces, tres… hasta que sintió que la piedra rodó por su garganta y liberó su voz, que continuó al fin con la difícil confesión—: Rómulo… ¡Rómulo me violó, mamá! ¡Me violó!

Eugenia era una mujer de ojos opacos, carentes de viveza y fuerza, como si no hubiera sustancia vital dentro de ella. Su apariencia era de una memez tal que no era de extrañar que algunos la consideraran llanamente tarada, y que no pocos hasta llegaran a intuir que debía padecer los devastadores efectos de alguna tara genética no advertida durante la infancia. Justo por eso, a cualquiera que la conociera le hubiera parecido extraño cómo la mirada normalmente vacua de aquella sandia sin trascendencia, se transformó en una hoguera encendida en estupor y rabia. Un destello psicopático aderezó aún más aquella fijación enferma que sorprendió a Alejandra al punto de que en sus propios ojos brilló el miedo.

—No sabes lo que dices, Alejandra —respondió al fin Eugenia—. Definitivamente, no sabes lo que dices.

Eugenia dio la vuelta y regresó a sus labores domésticas, a ese barrer constante de aquel piso, a ese sacudir sin fin de aquellos objetos de mal gusto que decoraban aquella casucha que no llegaba a ser de una pobreza desbordada en total miseria, pero que no escapaba del todo de los ordinarios intentos de los de abajo de no parecer tan de abajo.

—Mamá —continuó Alejandra, incrédula ante la indiferencia aparente de su madre—, ¿es que no te das cuenta de la gravedad de lo que he dicho? —Eugenia, sin embargo, continuó ignorando a su hija, ocupándose de lavar los platos siempre sucios en el fregadero y de desinfectar los baños—. Mamá, escúchame. Te estoy diciendo algo muy grave —Y Eugenia quería botar la basura y cocinar el almuerzo, cambiarle los pañales al bebé e ir a comprar los víveres a la tienducha de la esquina, aplicar desmanchador a la tapicería de los muebles y preparar el café—. ¡Mamá! ¡Rómulo me ha violado!

—No sabes lo que dices, hija. Estoy segura de eso —Al fin se detuvo un momento Eugenia para responder a Alejandra—. Si supieras lo que dices, entonces no lo dirías. Mejor no repitas lo que has dicho y hagamos como que esto nunca pasó. ¿Sí? Sé una niña buena y hazme caso.
Por las mejillas de Alejandra rodaron las lágrimas, físicamente salobres por su constitución química, pero amargas en su significación simbólica. Era una hija cuya madre prefería ignorarla a consolarla en el momento más duro de su corta existencia. Pronto, las lágrimas también se hicieron calientes, porque se llenaron de enfado.

—¡Mamá! —gritó—, ¿qué es lo que te pasa? ¿Acaso no me quieres escuchar? No me puedes ignorar, aunque lo intentes. Rómulo, tu esposo…, él… ¡él me violó!, ¡a mí, tu hija!

Los ojos de Eugenia eran dos huecos de vacía negrura sideral que penetraba hasta el corazón de su nadería, que era precisamente su corazón. Desleída, se le vio negada a la realidad del mundo. No estaba aquí, no estaba allá, no en el universo ni en la Tierra. No estaba en el espacio ni en el tiempo. Solo había una explicación para aquello: Eugenia estaba en el desolado y lejano lugar de su psicopatía.

—Te he dicho, hija —continuó Eugenia, demasiado tranquila, mucho más de lo que una madre en su situación debía verse—, que no sabes lo que dices, así que mejor no sigas; no repitas esa tontería. No más sandeces. Sé niña buena —Su voz bajaba un bemol con cada sílaba, y cada sílaba se arrastraba más sobre sí misma—. Sé buena y ya no hables más.

—¡Mamá!...

Para una niña de quince años, como Alejandra, el fracaso era un concepto no del todo entendible. Los niños de esa edad no tienen nociones claras sobre las amarguras de la existencia de las que adquirimos conciencia tan pronto nos hacemos adultos y añoramos nostálgicos la conciencia precaria de la infancia y la adolescencia. Sin embargo, Alejandra dejó de ser una niña en ese justo y sonoro instante, que tronó en su rostro enrojecido con el impacto del bofetón que le propinó su madre y que tronó también en su interior ante el derrumbe de su infantil sensación de seguridad. Giró su cabeza por el envión del golpe, que sintió en su cuello, tuvo que retomar rápidamente su equilibro antes de caer y llevó su mano a su mejilla. Luego, retornó su mirada a su madre. Para ese momento, Alejandra ya era una mujer adulta, porque había fracasado en el momento más amargo de su vida, justo lo que es la realidad para todos los adultos. No era capaz de entender nada, cuando hacía tan solo unos instantes creía que todo en el mundo estaba perfectamente claro. Confesaría su desgracia a su madre, Rómulo pagaría por su pecado y ella volvería a estar segura. No sería así.

—¡¿Mamá?! —Su voz era queda y dolorosa—. ¿Qué…? ¿Cómo es esto posible? ¿Qué haces?

—¡Calla! —explotó, iracunda, Eugenia—. Tú, maldita, será mejor que calles y dejes esto así. Es tu última oportunidad. ¡Tu última oportunidad!

Volverse de piedra se siente como calcinarse, calentarse al punto de la combustión espontánea, aunque el observador externo contemple a la otra persona tan solo quedarse inmóvil, intransigente en su obstinación de no mover ni un cabello. Así se le vio a Alejandra por un instante, mientras las lágrimas brotaban sin pausa de sus ojos. Sin embargo, aquella inmovilidad duró solo unos instantes. Cuando al fin entendió su fracaso, cuando todas sus esperanzas se rompieron dentro de su cabeza, enrojeció y, al igual que su madre, estalló de ira.

—¡Estás loca! —gritó—. ¿Qué es esto? ¿Cómo me hablas así? ¿Es que acaso…? ¿Es que acaso no me crees?

—Sí, te creo —respondió Eugenia, también llena de ira—. Por supuesto que te creo.

—¿Me crees? —Como añadidura a la ira, la confusión ahora aderezaba la voz de Alejandra—. Si me crees, ¿qué pasa entonces? ¿Por qué me tratas así?

—Te trato así porque es mejor que obviemos esto que has dicho y hagamos como que nada ha ocurrido. No. Nada ha ocurrido y tú no me has dicho lo que me has dicho.

—¡Pero sí ha ocurrido! ¿Es que acaso vas a ponerte del lado de él? Es eso, ¿verdad? ¿Te tiene tan encantada que estás dispuesta a defenderlo, incluso en esta situación?

—No —respondió Eugenia con un gesto de profunda rabia psicopática—, no lo defiendo. ¡Para nada lo defiendo! Sé muy bien que Rómulo es culpable y que hizo eso que dices. ¡Maldito! Pero… —Momentáneamente, Eugenia entristeció, pero muy pronto regresó a su enferma expresión llena de ira—, pero lo amo, Alejandra, y no estoy dispuesta a alejarme de él, y mucho menos a dejarlo. Él es mi macho, y ha sido el mejor macho que he tenido en toda mi vida, así que no hay forma de que esto nos afecte.

—Entonces lo prefieres a él. Lo prefieres a él en vez de a mí, ¡tu propia hija!

—«Tu propia hija» —dijo Eugenia en una burla sin piedad—. ¡Bah! «Tu propia hija, tu propia hija». Lo dices como si fuera eso gran cosa y como si lo merecieras todo en este mundo por eso de ser mi hija. Que seas mi hija no te da réditos de ninguna clase. ¡De ninguna! Aunque, pensándolo bien, sí que te ha dado —cambió Eugenia su expresión y se hizo impenetrablemente malévola—, porque allí sigues y apenas te he dado un bofetón, cuando te merecerías mucho más que eso, por puta.

—¡¿Cómo puedes hablarme así?! —Alejandra se acercó a su madre y la tomó por uno de sus brazos en un gesto casi violento—. ¿Cómo me dices esto, cuando lo que me ha hecho Rómulo ha sido tan grave? ¿Es que no eres capaz de escucharte a ti misma y de comprender las locuras que dices? ¿De verdad estás dispuesta a perdonar a Rómulo, mi violador?

—¡Oh, no! —Eugenia, en un hábil movimiento, logró zafarse del agarre de su hija. En sus ojos, llenos de la enferma sustancia de la locura, había algo de brillo y divertimiento—. Por supuesto que no, Alejandra. De ninguna manera voy a perdonar a Rómulo. Me las va a pagar por ceder ante las insinuaciones de una inmunda puta barata como tú. Ya veré la manera de castigarlo por sus culpas. Pero con todo y eso, sus culpas no te eximen a ti de las tuyas.

—¿Cómo? ¿Insinúas que yo tengo la culpa de lo que él me hizo?

—No la culpa, pero no me vengas con que no tienes ninguna culpa en esto. Déjate la pose de santa conmigo. Yo te conozco muy bien y sé cómo son las de tu clase.

La mayoría de los actos que nos enorgullecen, que nos liberan y que luego se convierten en enormes fuentes de arrepentimiento son acciones que en un momento dado entendemos como completamente inconscientes. Nuestro cuerpo actúa autónomamente de la razón y de la intención, como si de repente el cerebro perdiera toda capacidad de dominarlo. Sin duda, dentro de cada uno de nosotros hay otro ser, impulsivo y carente de razón, que permanece agazapado y vive sometido por las sogas de la consciencia, pero que no pierde la oportunidad de sorprender a su esclavizador con algún repentino arranque. Justo eso pasó con Alejandra, que se sintió reivindicada al sentir en su mano el ardor producto de su choque contra la mejilla de su madre. No solo le había devuelto el bofetón, sino que el suyo había sido mucho más fuerte, más sonoro, más hostil y más iracundo.

—Justo esto quería, cerda maldita —dijo Eugenia con una voz ahogada por la rabia y el odio—. Necesitaba que me dieras tan solo una excusa, una sola, para darte tu merecido, puta de papo aguado, que te chorreas cuando vez a los machos de otras. Tú no te vas a quedar con él, zorra. Rómulo es mío y al único al que él va partir es a mí.

—¡Aquí la única zorra eres tú! ¿Crees que te voy a permitir que me insultes por el roñoso de Rómulo? ¡Sigue gozándote a ese mamarracho, que es obvio que tú eres igual o peor que él! ¡Me avergüenza ser tu hija! Preferiría que mi madre fuera una puta, pero una de verdad, no tú, que te la das de digna y correcta, pero te mojas cada hora desde que te encontraste a ese hazmerreír, al punto de no importarte nada más en la vida que lanzarte a la cama con él. No eres nada más que una mujercita sin gracia que necesita de un hombre para sentirse valiosa. Pero no, no eres valiosa en lo absoluto. Pero no te preocupes, Eugenia, que ya no tendrás que ver por mí de nuevo y podrás dedicarte la vida entera a abrirle las piernas de par en par al nauseabundo de Rómulo para que te coja como el animal desbocado que es. Evidentemente no soy más que un estorbo para ti. No me verás nunca más en tu vida.

Alejandra dio la espalda a su madre, macerando su rostro en sus propias lágrimas, haciéndolo salobre y húmedo, fatigado, cansado, envejecido. Se sintió convertida como en una viejecilla de quince años, que a edad tan corta ha tenido que convertirse en anciana para sobrevivir. Dirigiéndose a la puerta, Alejandra se preguntaba qué sería de su futuro y ante ella se abrieron todas las posibilidades, las buenas y las malas, todas igualmente factibles. Podría terminar de meretriz barata ofreciendo su cuerpo en la más inmunda esquina de la ciudad o terminaría como eminencia médica luego de mucho luchar contra las adversidades; como mujerzuela a la que es válido que sus conciudadanos vean con desprecio en la calle y le escupan la cara o como dama respetable que ve a las putas con desprecio y les escupe la cara por la calle; como pasto de aves de rapiña que la despedazarían y la dejarían en sus huesos una vez su cadáver fuera lanzado por alguno de sus clientes en algún terreno baldío o como señora por la que correrían ríos de lágrimas y lloverían rosas y claveles del cielo a la hora de sus pompas fúnebres. No importaba su destino, el que fuera sería mejor que mantenerse junto a Eugenia, así que Alejandra caminó con determinación hacia la puerta. Esperaba que su mano llegara hasta la manilla, moviera la palanca, accionara el mecanismo de la cerradura que correría el pestillo y liberaría la hoja, que podría al fin batir y eliminaría su obstaculizante límite en el vano de la pared, la luz del sol penetraría al interior de la casa y ella saldría de allí, a la vez que se adentraría en su definitiva soledad en la luz del mundo. Triunfaría o fracasaría, pero cualquier cosa era mejor que ese horrible primer fracaso de su existencia que representaba su propia madre. La muerte en manos de un sádico cliente habría sido ya un triunfo para ella.

Pero no. Eugenia no era de las que se permitiría vencida, mucho menos por una maldita mocosa asquerosa como Alejandra. Su lerditud era solo la máscara que ocultaba su verdadera naturaleza. Alejandra no tendría ni clientes sádicos ni pompas fúnebres, porque no tendría ningún futuro. Eugenia, físicamente superior a su hija adolescente, tomó a Alejandra fuertemente de un brazo y la lanzó contra una pared, donde la controló con fiera firmeza. Alejandra intentó luchar, pero pronto quedó paralizada al sentir una punzada en su riñón. Un dolor agudo y grave a la vez, un dolor orquestal, le quitó toda su voluntad y se supo muerta de inmediato. Sabía que su madre había tomado un cuchillo, probablemente el de carnicero, tan enorme y afilado, que tan bien deshuesaba aves y destrozaba carnes. Alejandra sintió con claridad cómo su riñón vibró en un desesperado intento de rechazar el ataque, pero tan solo lograría con eso su propia muerte. Eugenia también sintió esa extraña vibración a través del mango del cuchillo. Le pareció sorprendente que pudieran sentirse tantas cosas a través de un pedazo de materia certeramente insertado en cuerpo ajeno. Advirtió la resistencia de la piel de Alejandra, que al romperse abrazó la hoja del cuchillo con suavidad, mientras la blanda sustancia de la grasa debajo ofreció una resistencia nula. Luego, otra resistencia mayor la conminó a hacer más fuerza para definitivamente cortar el cuerpo de su hija. Era el diafragma que protegía los tiernos órganos internos de Alejandra. Por fin lo venció, y luego penetró triunfante hasta el riñón que fue atravesado sin falla. Vibró.

La primera puñalada paralizó a Alejandra y la segunda la aturdió. La tercera la desplomó y la cuarta… la cuarta la mató. La quinta fue solo para asegurarse Eugenia de que no viviera. La sexta y la séptima tuvieron un propósito menos útil y fueron un poco más por simple divertimiento psicopático. La octava, la novena y la décima fueron por puro placer. De allí en adelante, no fue más que locura. Una y otra vez, veinte veces.  Y otra y otra vez, treinta puñaladas al fin.

Cuando Eugenia despertó de su letargo, liberada de las fuerzas demoníacas que constantemente la mantenían apresada, entendió que el color rojo que había visto extenderse por todo su campo visual era la sangre derramada de su hija que había cubierto el piso de la casa como una espejada y glutinosa alfombra. Se levantó y vio a la carne de su carne y hueso de sus huesos convertida en cadáver. «Maté a mi propia hija», pensó con mucho menos horror del que debió sentir, y se dio cuenta de eso. No sentir horror tampoco le sirvió para horrorizarse de sí misma.

—Así que la has matado —dijo Rómulo, tranquilo, divertido, aunque sorprendido, brazos cruzados, apoyado sobre la jamba de una puerta. Lo había escuchado todo sin intervenir—. No pensé que tendrías el valor, pero veo que por fin sí lo has tenido. Qué admiración.

—¿Por qué la violaste, maldito? —preguntó iracunda Eugenia al ver a su esposo—. ¿Por qué?

—¿Cómo que por qué? ¿No recuerdas que habíamos hecho una apuesta? Yo si lo recuerdo. Te apuesto a que te vuelvo tan loca que harás absolutamente lo que sea por mí, recuerdo que te dije, y mírate. Hasta has matado a tu hija. Dime, Eu, ¿qué premio me gané por ganar la apuesta?

—Eres un sádico, ¿sabes?

—¿Yo? Pero si no soy yo el que ha matado a una hija por un macho, querida.

Eugenia corrió hacia Rómulo, dispuesta a reivindicarse como madre y convertirse en un ser que no mereciera el desprecio de la humanidad entera. Ante un juez podría justificarse diciendo que, aunque había, en efecto, matado a su propia hija por celos, también había matado a su esposo y violador de su hija por dignidad. Sería un doble asesinato, pero el segundo compensaría algo del primero. Al menos para ella así sería, aunque para el juez y el jurado no fuera así.

Con todo y su deseo de vindicación interior, su locura la detuvo, porque no, a mi macho no lo puedo herir, a él no lo puedo matar. ¿Cómo lo voy a matar si a él está pegado ese pene que cada vez que se adentra en mí, cada vez que me abre los labios vaginales, causa estragos en mi interior y destroza mi clítoris? ¿Cómo, si me hace sentir un espasmo que recorre mi espalda y me tensa la mandíbula y el cuello? ¿Cómo, si me hace un ovillo abrazada a él, a su musculatura, a su piel, y no quiero más que suplicar que me torture más y más y más, como a él le gusta torturar? Así que Eugenia se detuvo justo antes de herir a Rómulo, y él, tan seguro estaba de sí mismo y de la locura de su querida, que no se movió ni un centímetro para defenderse. Eugenia dejó caer el cuchillo al suelo y se quedó mirándolo, adolorida por la monstruosidad en la que se había convertido.

—Si me has convertido en esto —dijo—, si me has hecho matar a mi propia hija, al menos ven y cógeme. Hazme tu puta una y otra vez, desgárrame por dentro y por fuera, que es lo único que puede compensar todo este horror.

Rómulo sonrió y al fin movió su imponente figura. Se aproximó un poco hacia Eugenia y, sin medir fuerzas, la levantó del suelo y la arrinconó contra un muro. La besó sin misericordia, y Eugenia, feliz, fue floja y sumisa, al mismo tiempo que se llenó de una enorme rabia. Odiaba profundamente a ese hombre, tanto como se odiaba a sí misma.

—Ahora soy yo la que hará una apuesta —dijo súbitamente, apartándose un poco de Rómulo.

—¿Y qué será, vamos a ver? —respondió él, en extremo divertido.

—Voy a volverte tan loco por mí que también haré que mates a uno de tus hijos. Te juro que lo haré. Te lo juro.

Rómulo se carcajeó extasiado de placer y de divertimiento.

—Apuesto que sí —dijo—. De seguro que lo lograrás y ganarás esta apuesta.

—Ganaré, te lo juro.

—Sí, ganarás. Ya lo sé. Iré pensando a cual de mis hijos mataré. Por ti… por ti lo que sea.

Eugenia sonrió y se sintió más feliz que nunca. Aquel hombre era todo lo que deseaba en su vida y por él… por él lo que sea. Volvió a besarlo y este beso fue más placentero que nunca porque sabía a sangre. En efecto, era la sangre de Alejandra con la que antes se había embadurnado y que ahora también cubría el cuerpo de Rómulo. Se besaron y bebieron sangre. Sangre, sangre, sangre. Esa sangre que tenía el cincuenta por ciento del código genético de Eugenia. Sangre de su sangre.

martes, 25 de junio de 2019

Al refugiado*

Imagen de amykins en Pixabay 

*Esta carta la escribí para el Concurso Cartas de Amor, en su versión del año 2017. Por supuesto, este texto que ignoró completamente la temática del concurso (el amor en cualquiera de sus formas), no figuró de ninguna manera en dicho certamen, pero a pesar de saber que justo ese sería el destino de esta pequeña obra, decidí enviarla porque para eso la escribí. Hoy le tengo especial cariño a esta carta, porque me ayudó a descubrir que no me sale eso de escribir sobre el amor, con amor o para exaltar el amor; por eso aclaro que lo que dice al principio es verídico: la empecé a escribir decenas de veces, tratando de enfocarme en el amor… y esto fue lo que salió. ¿Será que esta es mi interpretación del amor? En cualquier caso, me pareció propicio por su ironía y crueldad iniciar este blog literario con una carta escrita con sorna y cinismo a la figura del refugiado (inspirada por la crisis de los refugiados sirios de 2017, el tema más importante de ese año en particular según mi opinión) desde la perspectiva de un (en ese entonces) no refugiado, cuando hoy día yo mismo soy un refugiado. Ironía y crueldad: eso es el amor para mí, aparentemente.



Estimado refugiado:

Ya perdí la cuenta de las veces que he intentado escribirte esta carta. Han sido muchas, porque cada vez que te escribo, algo de lo escrito se me hace inadecuado. Un tono solemne que describe tu tragedia parece un recurso dramático demodé en estos tiempos de literatura instantánea y fácil, además de que parecería ridículo que quien no es refugiado describiera tu odisea. Por eso intenté luego recurrir a comentarios entre chistosos e impertinentes para aligerar el tema, pero invariablemente me abofeteaba algo parecido a la vergüenza, pues me vi como el privilegiado que, desde la comodidad de su computadora, busca risas en el fondo sardónicas que se disfrazan de humor negro.

Al final, te escribo con la misma actitud que tiene todo el mundo ante ti, esa actitud muy posmo de quien mira un asunto entre perplejo, desinteresado y distante, todo con el propósito último de expresar alguna aleccionadora máxima metaconceptual ―ya sabes que usar palabras rimbombantes y en el fondo vacuas como metaconceptual es muy posmo―, aglutina felicitaciones generales en forma de «me gusta» o retuiteos, y luego descarta rápidamente el asunto, saltando hacia otra cosa también muy importante y empapada de una carga moral que le urge a exponer reflexiones frívolas para deleite de sus seguidores.

Es éticamente inaceptable, pero en tiempos de verdades alternativas, escribir una carta utilizándote de excusa con el fin de figurar en un concurso de literatura epistolar parece un recurso destinado al éxito, ya que esta carta no es más que una referencia a la vacía actitud de quien solo te conoce a través de los medios, pero pretende ser en realidad un comentario sobre la inteligencia liviana y fútil de nuestra época, y recurriendo al uso de la palabra refugiado con fines poco claros no hace más que acusar al lector, que seguramente es un posmo, como centro y periferia de su propia culpa, y por eso esta carta es una maravillosa creación posmo en sí misma, porque es una referencia dentro de una referencia que luego refiere a otra cosa distinta, pero que tiene impacto porque refiere a todo sin referir claramente a nada. Hueca de contenido, es tremendamente efectiva por su forma y su lenguaje más que por su mensaje, como una muy resumida y más panfletaria versión de El origen, esa sobrevalorada película que no significa nada, pero que hace que discurra un palabrerío sin final porque está «abierta a interpretaciones», algo que a los posmos nos encanta.

Me pregunto, sin embargo, que tan abierta a interpretaciones puede estar una situación como la tuya y qué tan posmo puede ser el mundo ante tu lánguida imagen compartida miles de veces en las redes. El Mediterráneo se traga persona tras persona y el posmo solo ve morir árabes que poco importan porque son, precisamente, árabes. Sin embargo, cuando aparece una foto impactante, todos estamos prestos a usarla para hacer notar que somos sensibles y civilizados, y además, que estamos muy «involucrados».

Te preguntarás hasta qué límites puede llegar tanto cinismo. Yo me pregunto lo mismo. Tal vez llegue hasta a nombrar a Aylan Kurdi como descarado recurso final para causar indignación y asombro en el jurado, todo con el mezquino fin de figurar, aun a sus expensas y a las tuyas, que si no existieran no tendría esta carta tanto efecto. ¡Cuánto cinismo autorreferencial!

Para finalizar, te agradezco por ser tan buena excusa para escribir esta carta. Como verás, tu sufrimiento no ha sido totalmente en vano.


Suerte en tu viaje.

Redirección

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Libros para la vida
Imagen de StockSnap en Pixabay 


Desde hace mucho tiempo no escribía nada en este espacio. Las cosas de la vida se interpusieron, pero lo que más se interpuso fue esa disposición interior a no seguir dándole vida, porque tiempo, lo que es tiempo, siempre hay, pero a veces no hay voluntad. La cuestión es que desde la última vez que escribí, mi vida ha tenido varios cambios importantes, pero hay un cambio que está por encima de todos, el cambio de cambios, y el que ha provocado que todos los demás cambios sean irrelevantes: he cambiado de país, lo que implica un cambio de todo lo demás. Ya mis amistades y yo nos hemos distanciado, mis recuerdos chocan con las novedades que encuentro en este nuevo lugar, mis costumbres deben ser olvidadas a favor de las costumbres de los lugareños para no correr el riesgo de que me sigan mirando como un desadaptado (etapa por la que pasan todos los migrantes, creo). Ya que he cambiado de todo, ¿por qué no cambiar de concepción vital también? Si ya estoy pasando por este desarraigo, ¿por qué no arrancar las raíces restantes? Este momento complicado de mi vida me ha hecho concluir que estoy en el instante propicio para intentar entrar en el mundo de la literatura, de publicar mis escritos, esos que tengo guardados en la nube y en los archivos de mi computadora desde hace años y que creyeron que nunca veían la luz de los ojos ajenos recorriéndolos, y por eso me veo en el momento de recibir críticas de mis lectores, porque ¿qué mejor momento para exponerse al mundo que cuando se está más vulnerable y la vida se ha vuelto inestable? Pues bien, aquí estoy, en una situación que no podría decir que es buena, pero reencontrándome como este espacio que promete que mi vida será peor porque me expondrá a los dardos de la gente, que es justo lo que necesito: más amarguras.
Este blog será desarrollado en paralelo con otro de igual naturaleza en WordPress, al que pueden acceder aquí.
Espero que estas nuevas letras que escribiré de ahora en adelante en este espacio sean de su agrado. ¡Disfruten!