viernes, 28 de junio de 2019

Horizonte de sucesos (Fragmento*)

Imagen de pixel2013 en Pixabay 
*Esta carta es un fragmento de Horizonte de sucesos, novela que todavía estoy escribiendo y espero publicar. Sí, con esta novela haré mi primer esfuerzo para publicar formalmente una obra, más allá de las autopublicaciones en Amazon, Google y otros medios similares. Con esta carta se inicia la novela, y da una idea bastante clara de lo que ocurre a lo largo de la historia. Espero la disfruten y les dé curiosidad saber qué más pasa en la obra.


*

De Lope González a Ezequiela González

Caracas, 10 de abril de 2017

Hermana,

He tenido que armarme de un enorme valor para escribirte estas líneas. Hace unos meses mis médicos me informaron que los problemas renales con los que he estado batallando estos últimos años están ganando la guerra, y gracias a mi edad y mi deteriorada salud, no soy un buen candidato para un trasplante, así que estoy llegando al final de mi vida. No te había escrito porque me lo impidió el silencio que nos impusimos mutuamente después de lo de Arthur y Maracaibo. Además, me tomé eso de la cercanía de la muerte con cierta ligereza, ¿sabes?

La verdad es que los dolores en el momento del diagnóstico no me parecían tan terribles, por lo menos no al punto de hacerme entender que ya era un muerto que andaba, así que, aparte de la impresión que me pro­dujeron las palabras de los galenos, no había visto plenamente cuán grave es realmente mi situa­ción. Sin embargo, hoy los dolores se me aparecen con mayor frecuencia e intensidad, me abofetean cada vez que me visitan y me gritan que la muerte se aproxima. Ahora, cuando ya no puedo ignorar mis dolores, es que caí en cuenta: soy un enfermo terminal, a mis setenta y siete, y ya el tiempo que tenía para vivir lo viví, así que, por ahora, me contento con el tiempo prestado que me otorga la medicina. Solo espero no sufrir una agonía tal que ese tiempo extra de ahora me pese después.

Con todo y que la cercanía de la muerte pueda parecer una etapa depresiva, se me han abierto nuevas oportunidades para aprender. Gracias a mi reciente exposición a ellos, he descubierto que existen distintos tipos de dolor. Los más obvios son los físicos, producto directo del mal funcionamiento del organismo. Normalmente, con algunos analgésicos más o menos potentes puedes controlarlos, y aunque son el tipo más impresionante por su naturaleza apremiante para uno que los padece y para quien los atestigua, no son ni los peores ni los más graves. Otros dolores son los que te afectan el orgullo, porque no hay nada peor que ser visto con piedad por quienes has convertido en la familia que te cuida en esos momentos finales. Alejo, por ejemplo, se la pasa mirándome con ojos de preocupación y nostalgia, porque antes de muerto ya me extraña y recuerda nuestros años de juventud, en los que cosas como la enfermedad estaban fuera de nuestros planes. Otros dolores son los de tipo psicológico, que se relacionan con la angustia que produce el perder la independencia, el poder de decisión y la capacidad para pensar en el futuro, porque ¿para qué pensar en el futuro? El peor de todos los dolores psicológicos es el que te exhorta a terminar los asuntos pendientes en esta vida y que son como un grillete que desde siempre te has conformado con llevar a rastras, pero que en el lecho final te amenaza con multiplicar su peso, diciéndote: «Haré que te conviertas en un fantasma y te la pasarás vagando y vagando por este mundo, incapaz de partir al siguiente». Pues sí, resulta que cerca de la muerte, el grillete, que siem­pre fue una carga silente, adquiere de repente el don del habla y lo amenaza a uno con una eterni­dad de sufrimientos provenientes del asunto insepulto. La verdad, no tengo muchos asuntos de ese tipo y, afortunadamente, los que tengo son casi todos intrascendentes. Sin embargo, uno de esos asuntos entra en su propia categoría, porque sí que es muy importante. Sabes que me refiero a ti, hermana, y a nuestra arruinada relación. No quiero morirme sin arreglarnos en la medida de lo posible. Si no lo hacemos, estoy seguro de que seré un moribundo melancólico, porque no haré más que pensar en nosotros y en nuestra ignorancia mutua hasta el último segundo en el que se me permita el don de la conscien­cia, en vez de pensar en lo bueno que me dio la vida y en lo mucho que voy a extrañar estar vivo, si es que después de muerto tiene uno la oportunidad de extrañar algo. Tú, como estás más vieja que yo, sabes que la muerte se aproxima a ti con el mismo vigor con el que se aproxima a mí, y por eso segura­mente presientes que repararás en mí al momento de tu muerte. No quiero que repares en mí en ese momento, por lo menos no para lamentarme como un asunto pendiente que no lograste re­solver. Lo sé, porque yo tampoco quiero reparar en ti de esa forma.

La vejez es una etapa de la vida extraña y cruel, porque cuando ya tienes suficiente sabiduría para desgranar correctamente lo importante de lo fútil, ya no te quedan fuerzas para hacer nada con el grano separado. Justo por eso, no entiendo por qué he esperado hasta este momento para escribirte. Tampoco entiendo por qué no lo has hecho tú. Más bien sí lo entiendo, porque es seguro que las mismas excusas que yo pudiera dar también las darías tú. Lo que realmente no entiendo es cómo ambos permitimos que nos dominara completamente este silencio abismal que nos hemos dedicado y cómo hemos dejado que se amplíe esta distancia que va más allá de los kilómetros que separan Caracas y Maracaibo. Llega a lo enfermizo y ridículo este silencio, y es tanta la ridiculez, que ni siquiera pude pre­sentarme ante ti el día del entierro de Arthur. Supe que él había muerto e instintivamente corrí al aeropuerto y compré un pasaje a Maracaibo. Llegué a tiempo para el sepelio. Tú no me viste, porque en el último minuto, cuando ya estaba cerca de ti y de la fosa que se tragaría para siempre al malnacido de Arthur, me escondí detrás de un árbol porque no tuve el valor de romper el si­lencio que se impuso entre nosotros, este silencio que se ha convertido en mi desgracia desde el día que abandoné aquella ciudad, lleno de una vergüenza que me ha perseguido desde entonces, como si fuera la personificación de todos mis pecados, convertidos en una sombra que, implaca­ble, me persigue y me susurra al oído, haciéndome recordar perennemente. Así que sí: te vi, Ezequiela, te vi. Estabas sola en ese cementerio tan grande como un jardín imperial, todo colorido de tan lleno de flores y árboles enormes y en el que lo único que se escuchaba eran los pajaritos que creían que era un bosque en dónde anidaban y resulta que era el destino final de todos los infelices de este mundo. Estabas tan, pero tan sola frente a ese ataúd que bajaba tan, pero tan lentamente a ese hueco. No me sorprendí de tu soledad ni de la ausencia de dolientes en el sepelio de Arthur, porque tienes que reconocer que todo el mundo odiaba profundamente a Arthur, y todos lo odiaban porque era justicia que todos lo odiaran. Yo lo odiaba tanto, Ezequiela. No, no es que lo odiaba, es que todavía lo odio. Y lo odio porque jamás nadie en toda mi existencia me malogró como él lo hizo.

Jamás, jamás, jamás una electricidad similar a esa con la que él me electrocutó recorrió mi cuerpo. La forma en la que me tomó, en la que me humilló, el descaro con el que me trató, el escarnio público al que me sometió, el desinterés con el que arruinó mi naciente carrera; todo lo que me hizo lo convirtió en merecedor de mi odio. Pero lo odié, o más bien lo odio, porque al mismo tiempo hizo que me sintiera feliz de ser víctima y centro de su graso sadismo. Me hizo tan pleno, tan absoluto y tan lleno que lo sufrido fue un precio bajo para vivir ese gozo sin freno que él me daba. No sé si me entiendes. Pero ¿qué es lo que digo? Por supuesto que me entiendes. Estoy seguro de que me entiendes mejor que nadie. Tú también lo odias, no lo niegues, y te sentiste libre por primera vez en tantos años en el mismo momento en el que lo viste descender al infierno, lugar al que almas como la de Arthur corresponden. También entiendo que desde su muerte te invade la amargura, precisamente por­que él está en el infierno y tú aquí, sin él. Cuando escapé de la Maracaibo en ruinas en la que lo dejé atrás, me amargué también, tanto como tú desde ese entonces. Me amargó el saber que desde esos días en los que compartí cama con él y contigo, no encon­traría mejor cama. Somos hermanos, Ezequiela, y por lo tanto nuestro parentesco debería tener el poder suficiente como para impedir que nos digamos ciertas cosas, pero Arthur es la mayor fuerza natural que jamás he atestiguado y por eso hablar se me hace inevitable, pues no se calla uno ante una fuerza tan enorme que te prohíbe el derecho al porvenir. Por eso confieso que me amargué de celos al saberte junto a él en la cama, mientras yo, lejos, recogía los fragmentos de lo poco que me quedaba de dignidad y decoro. Tuve dignidad y decoro, en efecto, porque extramuros del país en el que se ha arruinado la reputación, siempre puede uno recupe­rarse, protegido por el manto del anonimato. Sin embargo, estaba amargado, porque no podía superar a ese maldito gringo hijo de la gran puta que me hizo feliz hasta el punto de no importarme absolutamente nada, ni siquiera compar­tir a un hombre con mi propia hermana y acostarnos los tres desnudos en esa mugrienta y hú­meda cama, toda untada por la vomitiva mezcla del sudor revuelto de los tres, del semen que Arthur eyaculaba, de la mierda y la flora intestinal que me sacaba del culo, de la ingente lubrica­ción vaginal que producías a borbotones en tus urgencias reparatorias y de la sangre de nuestras heridas, producto de las frecuentes y salvajes palizas que nos propinaba Arthur. Nunca sentí tanta vergüenza e infelicidad en toda mi vida, pero nunca sentí tanta satisfacción. Luego, en la soledad desesperante del exilio, acudía dondequiera que me encontrara a in­mundos antros para buscar cama con hombres rubios, en los que antes nunca reparé. Es que después de Arthur tenían que ser rubios para hacerme la ilusión de que era él quien me cogía. Pero nada, nadie se le acercó jamás. Nadie sobre la faz de este mundo puede darle a uno lo que Arthur. Tú lo sabes. Yo lo sé. Entonces, sentí envidia de ti, Ezequiela, y en algunas oportunidades te odié, porque tú seguías con él y yo… Yo tuve que volcarme a la castidad y aceptar la soledad como mi nuevo amante, porque nada más tenía sentido. Ese fue el sacrificio por tener dignidad y decoro. Aburridos amantes me sir­vieron de vez en cuando solo para zafarme del picor que me producían mis necesidades fisiológicas, pero con ellos me acostaba sin emoción, sin placer ni ilusión. ¿Qué ilusión iba a tener, si todas se me habían disuelto en el semen, la saliva y el sudor de Arthur? Sin embargo, llegó un día en el que descu­brí que el último amante había humedecido mi cama hacía años. Ya ni me picaba el cuerpo, porque no sentía nada.

Me acostumbré tanto a ese letargo que me agarró por sorpresa mi resurrección, que ocurrió  un día cuando inesperadamente, regresé a Venezuela para rendir mis respetos y derramar algunas de mis lá­grimas sobre una lápida perteneciente a uno de los seres más anónimos de este mundo, pero que para mí es una de las cruces más hondas en mi corazón. Tenía que venir porque sí. Esa visita que debió ser breve me torció el destino, pues propició mi reencuentro con Alejo, a quien no había visto desde hacía muchos años. Los dos perdimos por completo el juicio y nos obligamos a recobrar la cordura perdida. Cuando ya había aceptado mi calidad de forastero como una cualidad permanente de mi ser, retorné a la patria que creía ya prohibida para mí. Por fin volví a ser algo parecido a un hom­bre sano, que podía sentirse cómodo dentro de su propia piel, en vez del ser asqueroso, inferior y rastrero en el que Arthur me convirtió. Con su dulzura, Alejo casi logró hacerme olvidar esos días, aunque eso nunca ha sido del todo posible, porque aún algo de amargura rezuma desde mi estómago y la siento claramente arder en mi garganta, lo que me recuerda que hieles apestosas y agrias me llenan desde esos días y no existe manera de deshacerse totalmente de ellas, pero hoy puedo controlarlas. Si en mí, que logué escapar de esa destructiva fuerza, aun siento los destrozos que dejó mi paso por esos predios, no puedo ni imaginar lo trágica que ha sido tu existencia, porque tú estu­viste tan expuesta a sus daños que él te destruyó por completo. Yo quedé malogrado luego de él, y es seguro que jamás logré recuperarme del todo de su acción sobre mí, pero logré escapar. En cambio tú, Ezequiela…

La verdad, no sé para qué te escribo esta carta y ni para qué quiero hablar contigo. ¿De qué podemos hablar, si todo lo que podríamos decirnos sería eclipsado por los recuerdos de esos días tan asquerosos y deliciosos? A pesar de eso, espero que decidas que también quieres romper el silencio y respondas a esta carta. Si eso no se te hace posible, no te culpo. En ese caso, aprovecho la oportunidad para despedirme. Voy a morir pronto, hermana, así que no me queda más que enviarte un último abrazo fraternal. Arthur rompió nuestra hermandad, pero no rompió el enorme amor que siento por ti. Siempre serás mi hermana, a pesar de todo.

Un beso.

Lope

*

De Ezequiela González a Lope González
Maracaibo, 11 de abril de 2017

Hermano,
Voy a Caracas a verte. No nos despidamos por escrito, porque igual esa sería una despedida silenciosa. Quiero romper el silencio. Espérame.

Ezequiela

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