miércoles, 26 de junio de 2019

Sangre

Imagen de PublicDomainPictures en Pixabay 

Alejandra no sabía cómo presentarse ante Eugenia, su madre, para decirle lo que había pasado. Se había estado debatiendo si era realmente necesario decírselo, pues sabía perfectamente que esta noticia afectaría terriblemente a Eugenia, pero al final había concluido que sí. Sí debía decírselo.

—Mamá —dijo—, tengo… tengo algo que decirte. Es algo muy importante.

—Dime, Ale —le respondió Eugenia—. Te ves preocupada. ¿Qué es eso tan importante que tienes que decirme?

—Rómulo… —Alejandra, tan pronto intentó hablar, sintió que la voz se le atragantó con una piedra firmemente atascada en su garganta y se le hacía casi imposible retirarla. Tuvo que tomar un poco de aire, una vez, dos veces, tres… hasta que sintió que la piedra rodó por su garganta y liberó su voz, que continuó al fin con la difícil confesión—: Rómulo… ¡Rómulo me violó, mamá! ¡Me violó!

Eugenia era una mujer de ojos opacos, carentes de viveza y fuerza, como si no hubiera sustancia vital dentro de ella. Su apariencia era de una memez tal que no era de extrañar que algunos la consideraran llanamente tarada, y que no pocos hasta llegaran a intuir que debía padecer los devastadores efectos de alguna tara genética no advertida durante la infancia. Justo por eso, a cualquiera que la conociera le hubiera parecido extraño cómo la mirada normalmente vacua de aquella sandia sin trascendencia, se transformó en una hoguera encendida en estupor y rabia. Un destello psicopático aderezó aún más aquella fijación enferma que sorprendió a Alejandra al punto de que en sus propios ojos brilló el miedo.

—No sabes lo que dices, Alejandra —respondió al fin Eugenia—. Definitivamente, no sabes lo que dices.

Eugenia dio la vuelta y regresó a sus labores domésticas, a ese barrer constante de aquel piso, a ese sacudir sin fin de aquellos objetos de mal gusto que decoraban aquella casucha que no llegaba a ser de una pobreza desbordada en total miseria, pero que no escapaba del todo de los ordinarios intentos de los de abajo de no parecer tan de abajo.

—Mamá —continuó Alejandra, incrédula ante la indiferencia aparente de su madre—, ¿es que no te das cuenta de la gravedad de lo que he dicho? —Eugenia, sin embargo, continuó ignorando a su hija, ocupándose de lavar los platos siempre sucios en el fregadero y de desinfectar los baños—. Mamá, escúchame. Te estoy diciendo algo muy grave —Y Eugenia quería botar la basura y cocinar el almuerzo, cambiarle los pañales al bebé e ir a comprar los víveres a la tienducha de la esquina, aplicar desmanchador a la tapicería de los muebles y preparar el café—. ¡Mamá! ¡Rómulo me ha violado!

—No sabes lo que dices, hija. Estoy segura de eso —Al fin se detuvo un momento Eugenia para responder a Alejandra—. Si supieras lo que dices, entonces no lo dirías. Mejor no repitas lo que has dicho y hagamos como que esto nunca pasó. ¿Sí? Sé una niña buena y hazme caso.
Por las mejillas de Alejandra rodaron las lágrimas, físicamente salobres por su constitución química, pero amargas en su significación simbólica. Era una hija cuya madre prefería ignorarla a consolarla en el momento más duro de su corta existencia. Pronto, las lágrimas también se hicieron calientes, porque se llenaron de enfado.

—¡Mamá! —gritó—, ¿qué es lo que te pasa? ¿Acaso no me quieres escuchar? No me puedes ignorar, aunque lo intentes. Rómulo, tu esposo…, él… ¡él me violó!, ¡a mí, tu hija!

Los ojos de Eugenia eran dos huecos de vacía negrura sideral que penetraba hasta el corazón de su nadería, que era precisamente su corazón. Desleída, se le vio negada a la realidad del mundo. No estaba aquí, no estaba allá, no en el universo ni en la Tierra. No estaba en el espacio ni en el tiempo. Solo había una explicación para aquello: Eugenia estaba en el desolado y lejano lugar de su psicopatía.

—Te he dicho, hija —continuó Eugenia, demasiado tranquila, mucho más de lo que una madre en su situación debía verse—, que no sabes lo que dices, así que mejor no sigas; no repitas esa tontería. No más sandeces. Sé niña buena —Su voz bajaba un bemol con cada sílaba, y cada sílaba se arrastraba más sobre sí misma—. Sé buena y ya no hables más.

—¡Mamá!...

Para una niña de quince años, como Alejandra, el fracaso era un concepto no del todo entendible. Los niños de esa edad no tienen nociones claras sobre las amarguras de la existencia de las que adquirimos conciencia tan pronto nos hacemos adultos y añoramos nostálgicos la conciencia precaria de la infancia y la adolescencia. Sin embargo, Alejandra dejó de ser una niña en ese justo y sonoro instante, que tronó en su rostro enrojecido con el impacto del bofetón que le propinó su madre y que tronó también en su interior ante el derrumbe de su infantil sensación de seguridad. Giró su cabeza por el envión del golpe, que sintió en su cuello, tuvo que retomar rápidamente su equilibro antes de caer y llevó su mano a su mejilla. Luego, retornó su mirada a su madre. Para ese momento, Alejandra ya era una mujer adulta, porque había fracasado en el momento más amargo de su vida, justo lo que es la realidad para todos los adultos. No era capaz de entender nada, cuando hacía tan solo unos instantes creía que todo en el mundo estaba perfectamente claro. Confesaría su desgracia a su madre, Rómulo pagaría por su pecado y ella volvería a estar segura. No sería así.

—¡¿Mamá?! —Su voz era queda y dolorosa—. ¿Qué…? ¿Cómo es esto posible? ¿Qué haces?

—¡Calla! —explotó, iracunda, Eugenia—. Tú, maldita, será mejor que calles y dejes esto así. Es tu última oportunidad. ¡Tu última oportunidad!

Volverse de piedra se siente como calcinarse, calentarse al punto de la combustión espontánea, aunque el observador externo contemple a la otra persona tan solo quedarse inmóvil, intransigente en su obstinación de no mover ni un cabello. Así se le vio a Alejandra por un instante, mientras las lágrimas brotaban sin pausa de sus ojos. Sin embargo, aquella inmovilidad duró solo unos instantes. Cuando al fin entendió su fracaso, cuando todas sus esperanzas se rompieron dentro de su cabeza, enrojeció y, al igual que su madre, estalló de ira.

—¡Estás loca! —gritó—. ¿Qué es esto? ¿Cómo me hablas así? ¿Es que acaso…? ¿Es que acaso no me crees?

—Sí, te creo —respondió Eugenia, también llena de ira—. Por supuesto que te creo.

—¿Me crees? —Como añadidura a la ira, la confusión ahora aderezaba la voz de Alejandra—. Si me crees, ¿qué pasa entonces? ¿Por qué me tratas así?

—Te trato así porque es mejor que obviemos esto que has dicho y hagamos como que nada ha ocurrido. No. Nada ha ocurrido y tú no me has dicho lo que me has dicho.

—¡Pero sí ha ocurrido! ¿Es que acaso vas a ponerte del lado de él? Es eso, ¿verdad? ¿Te tiene tan encantada que estás dispuesta a defenderlo, incluso en esta situación?

—No —respondió Eugenia con un gesto de profunda rabia psicopática—, no lo defiendo. ¡Para nada lo defiendo! Sé muy bien que Rómulo es culpable y que hizo eso que dices. ¡Maldito! Pero… —Momentáneamente, Eugenia entristeció, pero muy pronto regresó a su enferma expresión llena de ira—, pero lo amo, Alejandra, y no estoy dispuesta a alejarme de él, y mucho menos a dejarlo. Él es mi macho, y ha sido el mejor macho que he tenido en toda mi vida, así que no hay forma de que esto nos afecte.

—Entonces lo prefieres a él. Lo prefieres a él en vez de a mí, ¡tu propia hija!

—«Tu propia hija» —dijo Eugenia en una burla sin piedad—. ¡Bah! «Tu propia hija, tu propia hija». Lo dices como si fuera eso gran cosa y como si lo merecieras todo en este mundo por eso de ser mi hija. Que seas mi hija no te da réditos de ninguna clase. ¡De ninguna! Aunque, pensándolo bien, sí que te ha dado —cambió Eugenia su expresión y se hizo impenetrablemente malévola—, porque allí sigues y apenas te he dado un bofetón, cuando te merecerías mucho más que eso, por puta.

—¡¿Cómo puedes hablarme así?! —Alejandra se acercó a su madre y la tomó por uno de sus brazos en un gesto casi violento—. ¿Cómo me dices esto, cuando lo que me ha hecho Rómulo ha sido tan grave? ¿Es que no eres capaz de escucharte a ti misma y de comprender las locuras que dices? ¿De verdad estás dispuesta a perdonar a Rómulo, mi violador?

—¡Oh, no! —Eugenia, en un hábil movimiento, logró zafarse del agarre de su hija. En sus ojos, llenos de la enferma sustancia de la locura, había algo de brillo y divertimiento—. Por supuesto que no, Alejandra. De ninguna manera voy a perdonar a Rómulo. Me las va a pagar por ceder ante las insinuaciones de una inmunda puta barata como tú. Ya veré la manera de castigarlo por sus culpas. Pero con todo y eso, sus culpas no te eximen a ti de las tuyas.

—¿Cómo? ¿Insinúas que yo tengo la culpa de lo que él me hizo?

—No la culpa, pero no me vengas con que no tienes ninguna culpa en esto. Déjate la pose de santa conmigo. Yo te conozco muy bien y sé cómo son las de tu clase.

La mayoría de los actos que nos enorgullecen, que nos liberan y que luego se convierten en enormes fuentes de arrepentimiento son acciones que en un momento dado entendemos como completamente inconscientes. Nuestro cuerpo actúa autónomamente de la razón y de la intención, como si de repente el cerebro perdiera toda capacidad de dominarlo. Sin duda, dentro de cada uno de nosotros hay otro ser, impulsivo y carente de razón, que permanece agazapado y vive sometido por las sogas de la consciencia, pero que no pierde la oportunidad de sorprender a su esclavizador con algún repentino arranque. Justo eso pasó con Alejandra, que se sintió reivindicada al sentir en su mano el ardor producto de su choque contra la mejilla de su madre. No solo le había devuelto el bofetón, sino que el suyo había sido mucho más fuerte, más sonoro, más hostil y más iracundo.

—Justo esto quería, cerda maldita —dijo Eugenia con una voz ahogada por la rabia y el odio—. Necesitaba que me dieras tan solo una excusa, una sola, para darte tu merecido, puta de papo aguado, que te chorreas cuando vez a los machos de otras. Tú no te vas a quedar con él, zorra. Rómulo es mío y al único al que él va partir es a mí.

—¡Aquí la única zorra eres tú! ¿Crees que te voy a permitir que me insultes por el roñoso de Rómulo? ¡Sigue gozándote a ese mamarracho, que es obvio que tú eres igual o peor que él! ¡Me avergüenza ser tu hija! Preferiría que mi madre fuera una puta, pero una de verdad, no tú, que te la das de digna y correcta, pero te mojas cada hora desde que te encontraste a ese hazmerreír, al punto de no importarte nada más en la vida que lanzarte a la cama con él. No eres nada más que una mujercita sin gracia que necesita de un hombre para sentirse valiosa. Pero no, no eres valiosa en lo absoluto. Pero no te preocupes, Eugenia, que ya no tendrás que ver por mí de nuevo y podrás dedicarte la vida entera a abrirle las piernas de par en par al nauseabundo de Rómulo para que te coja como el animal desbocado que es. Evidentemente no soy más que un estorbo para ti. No me verás nunca más en tu vida.

Alejandra dio la espalda a su madre, macerando su rostro en sus propias lágrimas, haciéndolo salobre y húmedo, fatigado, cansado, envejecido. Se sintió convertida como en una viejecilla de quince años, que a edad tan corta ha tenido que convertirse en anciana para sobrevivir. Dirigiéndose a la puerta, Alejandra se preguntaba qué sería de su futuro y ante ella se abrieron todas las posibilidades, las buenas y las malas, todas igualmente factibles. Podría terminar de meretriz barata ofreciendo su cuerpo en la más inmunda esquina de la ciudad o terminaría como eminencia médica luego de mucho luchar contra las adversidades; como mujerzuela a la que es válido que sus conciudadanos vean con desprecio en la calle y le escupan la cara o como dama respetable que ve a las putas con desprecio y les escupe la cara por la calle; como pasto de aves de rapiña que la despedazarían y la dejarían en sus huesos una vez su cadáver fuera lanzado por alguno de sus clientes en algún terreno baldío o como señora por la que correrían ríos de lágrimas y lloverían rosas y claveles del cielo a la hora de sus pompas fúnebres. No importaba su destino, el que fuera sería mejor que mantenerse junto a Eugenia, así que Alejandra caminó con determinación hacia la puerta. Esperaba que su mano llegara hasta la manilla, moviera la palanca, accionara el mecanismo de la cerradura que correría el pestillo y liberaría la hoja, que podría al fin batir y eliminaría su obstaculizante límite en el vano de la pared, la luz del sol penetraría al interior de la casa y ella saldría de allí, a la vez que se adentraría en su definitiva soledad en la luz del mundo. Triunfaría o fracasaría, pero cualquier cosa era mejor que ese horrible primer fracaso de su existencia que representaba su propia madre. La muerte en manos de un sádico cliente habría sido ya un triunfo para ella.

Pero no. Eugenia no era de las que se permitiría vencida, mucho menos por una maldita mocosa asquerosa como Alejandra. Su lerditud era solo la máscara que ocultaba su verdadera naturaleza. Alejandra no tendría ni clientes sádicos ni pompas fúnebres, porque no tendría ningún futuro. Eugenia, físicamente superior a su hija adolescente, tomó a Alejandra fuertemente de un brazo y la lanzó contra una pared, donde la controló con fiera firmeza. Alejandra intentó luchar, pero pronto quedó paralizada al sentir una punzada en su riñón. Un dolor agudo y grave a la vez, un dolor orquestal, le quitó toda su voluntad y se supo muerta de inmediato. Sabía que su madre había tomado un cuchillo, probablemente el de carnicero, tan enorme y afilado, que tan bien deshuesaba aves y destrozaba carnes. Alejandra sintió con claridad cómo su riñón vibró en un desesperado intento de rechazar el ataque, pero tan solo lograría con eso su propia muerte. Eugenia también sintió esa extraña vibración a través del mango del cuchillo. Le pareció sorprendente que pudieran sentirse tantas cosas a través de un pedazo de materia certeramente insertado en cuerpo ajeno. Advirtió la resistencia de la piel de Alejandra, que al romperse abrazó la hoja del cuchillo con suavidad, mientras la blanda sustancia de la grasa debajo ofreció una resistencia nula. Luego, otra resistencia mayor la conminó a hacer más fuerza para definitivamente cortar el cuerpo de su hija. Era el diafragma que protegía los tiernos órganos internos de Alejandra. Por fin lo venció, y luego penetró triunfante hasta el riñón que fue atravesado sin falla. Vibró.

La primera puñalada paralizó a Alejandra y la segunda la aturdió. La tercera la desplomó y la cuarta… la cuarta la mató. La quinta fue solo para asegurarse Eugenia de que no viviera. La sexta y la séptima tuvieron un propósito menos útil y fueron un poco más por simple divertimiento psicopático. La octava, la novena y la décima fueron por puro placer. De allí en adelante, no fue más que locura. Una y otra vez, veinte veces.  Y otra y otra vez, treinta puñaladas al fin.

Cuando Eugenia despertó de su letargo, liberada de las fuerzas demoníacas que constantemente la mantenían apresada, entendió que el color rojo que había visto extenderse por todo su campo visual era la sangre derramada de su hija que había cubierto el piso de la casa como una espejada y glutinosa alfombra. Se levantó y vio a la carne de su carne y hueso de sus huesos convertida en cadáver. «Maté a mi propia hija», pensó con mucho menos horror del que debió sentir, y se dio cuenta de eso. No sentir horror tampoco le sirvió para horrorizarse de sí misma.

—Así que la has matado —dijo Rómulo, tranquilo, divertido, aunque sorprendido, brazos cruzados, apoyado sobre la jamba de una puerta. Lo había escuchado todo sin intervenir—. No pensé que tendrías el valor, pero veo que por fin sí lo has tenido. Qué admiración.

—¿Por qué la violaste, maldito? —preguntó iracunda Eugenia al ver a su esposo—. ¿Por qué?

—¿Cómo que por qué? ¿No recuerdas que habíamos hecho una apuesta? Yo si lo recuerdo. Te apuesto a que te vuelvo tan loca que harás absolutamente lo que sea por mí, recuerdo que te dije, y mírate. Hasta has matado a tu hija. Dime, Eu, ¿qué premio me gané por ganar la apuesta?

—Eres un sádico, ¿sabes?

—¿Yo? Pero si no soy yo el que ha matado a una hija por un macho, querida.

Eugenia corrió hacia Rómulo, dispuesta a reivindicarse como madre y convertirse en un ser que no mereciera el desprecio de la humanidad entera. Ante un juez podría justificarse diciendo que, aunque había, en efecto, matado a su propia hija por celos, también había matado a su esposo y violador de su hija por dignidad. Sería un doble asesinato, pero el segundo compensaría algo del primero. Al menos para ella así sería, aunque para el juez y el jurado no fuera así.

Con todo y su deseo de vindicación interior, su locura la detuvo, porque no, a mi macho no lo puedo herir, a él no lo puedo matar. ¿Cómo lo voy a matar si a él está pegado ese pene que cada vez que se adentra en mí, cada vez que me abre los labios vaginales, causa estragos en mi interior y destroza mi clítoris? ¿Cómo, si me hace sentir un espasmo que recorre mi espalda y me tensa la mandíbula y el cuello? ¿Cómo, si me hace un ovillo abrazada a él, a su musculatura, a su piel, y no quiero más que suplicar que me torture más y más y más, como a él le gusta torturar? Así que Eugenia se detuvo justo antes de herir a Rómulo, y él, tan seguro estaba de sí mismo y de la locura de su querida, que no se movió ni un centímetro para defenderse. Eugenia dejó caer el cuchillo al suelo y se quedó mirándolo, adolorida por la monstruosidad en la que se había convertido.

—Si me has convertido en esto —dijo—, si me has hecho matar a mi propia hija, al menos ven y cógeme. Hazme tu puta una y otra vez, desgárrame por dentro y por fuera, que es lo único que puede compensar todo este horror.

Rómulo sonrió y al fin movió su imponente figura. Se aproximó un poco hacia Eugenia y, sin medir fuerzas, la levantó del suelo y la arrinconó contra un muro. La besó sin misericordia, y Eugenia, feliz, fue floja y sumisa, al mismo tiempo que se llenó de una enorme rabia. Odiaba profundamente a ese hombre, tanto como se odiaba a sí misma.

—Ahora soy yo la que hará una apuesta —dijo súbitamente, apartándose un poco de Rómulo.

—¿Y qué será, vamos a ver? —respondió él, en extremo divertido.

—Voy a volverte tan loco por mí que también haré que mates a uno de tus hijos. Te juro que lo haré. Te lo juro.

Rómulo se carcajeó extasiado de placer y de divertimiento.

—Apuesto que sí —dijo—. De seguro que lo lograrás y ganarás esta apuesta.

—Ganaré, te lo juro.

—Sí, ganarás. Ya lo sé. Iré pensando a cual de mis hijos mataré. Por ti… por ti lo que sea.

Eugenia sonrió y se sintió más feliz que nunca. Aquel hombre era todo lo que deseaba en su vida y por él… por él lo que sea. Volvió a besarlo y este beso fue más placentero que nunca porque sabía a sangre. En efecto, era la sangre de Alejandra con la que antes se había embadurnado y que ahora también cubría el cuerpo de Rómulo. Se besaron y bebieron sangre. Sangre, sangre, sangre. Esa sangre que tenía el cincuenta por ciento del código genético de Eugenia. Sangre de su sangre.

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